La noche del fuego

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A través de los resquicios de las contraventanas de madera Macdolia podía escuchar los gritos del pregonero en la calle. Su treta había dado resultado, y ahora se estaba informando a la población para que registraran en sus casas en busca de símbolos extraños y que, de hallarlos, informaran a los guardias. Con un poco de suerte, esa noche el ataque sería mucho menos intenso.

Se giró para hablar con Aitana, la cual estaba en el suelo trabajando con el detector mágico de latón.

—Bueno, repasemos el plan —comenzó Macdolia—. Nos escondemos en este edificio y tú despliegas el artefacto.

—Ahham... —murmuró Aitana mientras trabajaba en el mismo.

—Luego esperamos a media noche a que ocurra la "oleada mágica", y tu artefacto debería detectar la fuente, ¿correcto?

La arqueóloga escupió el destornillador con el que estaba manipulando algunas runas del detector y asintió, al tiempo que se levantaba y se acercaba a varios palos largos que había en el suelo. Macdolia no entendía por qué su compañera la había hecho conseguirlos de cualquier forma: ahí había mangos de escobas, lanzas rotas, azadas, picos... Todo cosas que había saqueado con sigilo de varios edificios, o que había encontrado en casas ahora vacías.

—Pero necesitará varios minutos para triangular la posición, ¿verdad? Lo que significa que deberemos protegerlo.

—Muy observadora. Por suerte el detector no hace ruido y apenas emite luz, por lo que deberíamos pasar desapercibidas.

Ambas yeguas se quedaron en silencio.

—Aitana, creo que sabes que decir eso es provocar al destino para que demuestre que te equivocas, ¿verdad?

—Sí. Qué puta manía tengo con tentar a la suerte.

—Por cierto, ¿qué son esos palos?

—Pronto, armas para defendernos de los zombies de fuego.

La yegua marrón se descolgó una de las alforjas y, tras rebuscar un poco, sacó varios objetos metálicos. Eran romboides, con una punta mucho más larga que la otra, y muy afilados. En el extremo más corto tenían un anclaje circular.

—Puntas de lanza...

—Sí. Llevar una espada encima llama la atención y pesa. Suelo llevar pequeños cuchillos y puntas de lanza, por si acaso.

—Aitana, no pienso matar a nadie.

Sorprendida, la aludida miró a Macdolia. ¿Acaso su amiga no era consciente de a qué se enfrentaban?

—¿Qué dices? ¿Eres consciente de que estamos intentando salvar todo un país de ser arrasado, verdad? ¿De que estamos intentando salvar no cientos, sino miles de vidas?

—Lo sé, Aitana, pero yo nunca mato a nadie. Asesinar a alguien es un acto que va en contra de toda mi forma de ser. Si viajo precisamente como... guardaespaldas —la yegua remarcó con un tono distinto aquella palabra—, es porque creo que toda vida puede ser salvada y protegida, aún si se trata de alguien como Nightmare Moon. Una vez muertos, perdemos la oportunidad de redimirnos, si arrebatamos vidas dejamos de ser ser ponis. Se nos dio conocimiento para usarlo como es debido, y no para dilapidarlo empleándolo como si fuésemos animales prehistóricos. No permitiré que nadie caiga mientras esté a mi alcance, sea quien sea y sea lo que sea.

Aitana centró su atención en completar la lanza. Aunque entendía la postura de Macdolia, para ella había cosas mucho más importantes en juego. Y si matando a alguien se salvaban miles de vidas, no dudaría en hacerlo. Asiendo la lanza completada se acercó a Macdolia.

La guerra en las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora