Capítulo 20: hielo

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Estaba muerta de miedo.

¿Por qué no aceptarlo? Nadie estaba allí para juzgarme. Aaron, desde luego, no iba a hacerlo. El hada tampoco podía ya. Temblaba violentamente, un sudor frío cubría mi cuerpo por completo. Una extraña determinación me guiaba hacia adelante mientras contaba religiosamente los pasos que Darkness me había indicado que diera.

Se oyeron gritos y me detuve. Aquel sonido apremiante y agudo poblaría mis pesadillas durante mucho tiempo desde aquel día: supe muy bien que se trataba de ellas. Me apresuré a seguir mi camino, aunque cuando noté el impacto de una en el hombro sollocé de terror. Sin embargo, los chillidos eran mucho más leves y no noté dolor alguno. Las garritas de la criatura escalaron por mi piel y la toquetearon, se acercaron a mi clavícula y se colgaron de ella. Me mordí el labio inferior y gimoteé. Una lágrima me bajó lentamente por la mejilla: tenía miedo incluso de llorar.

Al llegar al número de pasos acordado, me detuve. Otra hada me manoseaba el pelo. No comprendían qué hacía allí, pero justo entonces la que trepaba por mi pecho vio la cola plumada que asomaba de mis manos. Se lanzó a ellas y me obligó a abrirlas. Se quedó completamente inmóvil, congelada del impacto. Se inclinó para toquetearle el rostro a su compañera, emitiendo tímidos píos. Poco a poco, sus plumas perdieron brillo y volumen. La minúscula criaturita se hizo aún más pequeña sobre mis muñecas: se aovilló ahí, y esperé con fría determinación el chillido que me enviaría a la muerte.

Sin embargo, éste aún no llegó. La hadita se volvió hacia mí y me clavó sus ojos redondos y negros. Me preguntaba con la carita contraída de dolor, quería saber por qué la tenía en las manos. Mi temblor aumentó, y ella apoyó una manita en mi piel al notarlo.

– Lo siento... – sollocé.

Ella, como si me entendiera, erizó la cresta. Empecé a agacharme con mucho cuidado, y solté un gritito cuando, de repente, la criatura se lanzó a mi rostro. Pero no atacó. Me manoseó las facciones, buscaba la causa de mi dolor, entender por qué aquello estaba sucediendo. Cuando mis rodillas tocaron el suelo apenas aleteó; la de mi pelo se asustó y salió volando con un chillido.

Ahí estaba. Mi muerte.

Los gritos aumentaron de golpe, las noté acercarse desde todas partes como una marabunta letal y despiadada. Pensé en huir, pero si lo hacía el hada en mi rostro no dudaría en arrancarme los ojos si siquiera soltaba a su compañera caída.

El ruido se hizo ensordecedor, el aire se llenó de colores. Cuerpos pequeños y calientes se estrellaban contra mi piel. Ninguna me tocó. Veían, seguramente, a su compañera acariciándome el rostro. Esperaban su veredicto. Dejé el minúsculo cadáver en el suelo, y su amiga bajó a toda prisa junto a ella.

Inmediatamente, todo el movimiento cesó. Las hadas se posaron sobre ramas, por el suelo, a mi alrededor. La verdeazulada acarició a su camarada con manos temblorosas. Me pareció que sollozaba y, aunque tuve la tentación de acariciarla, también fui lo suficientemente prudente como para no hacerlo. Noté a Aaron retirarse de mi mente: no tenía permitido venir conmigo, pero sí habían acordado que en caso de emergencia podría acudir a mi llamada sin desobedecer las órdenes de mi nueva mentora.

Empecé a cavar con las manos. La tierra estaba suelta y húmeda, saqué a la luz a alguna lombriz sin querer. Un hada rojiza se acercó corriendo, cogió una y se retiró a toda prisa para comérsela. No eran carnívoras... sino insectívoras. Aunque tenía sentido que fueran tan agresivas: un dragón podría comerse hasta tres a la vez de un solo bocado, por lo que habían tenido que aprender a sobrevivir como especie afrontando así cada amenaza. Se volvían, por otro lado, peligrosas como minas, letales para amigos y enemigos por igual. Pero no podía culparlas, y todavía menos viendo que ninguna había osado atacarme aún.

Anira: Dos LunasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora