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Una noche, una noche fría, aunque no la mas fría del año, era la noche en la que todo comenzó. Renly, un joven druida con cabello de fuego y ojos cristalinos como el agua, se entregó a la naturaleza y, con ayuda de sus seguidores, comenzó el ritual.

El viento álgido de una noche de primavera acariciaba su desnudo torso y, hacia a su cabello imitar el baile de las llamas. Se sentó a las raíces del sauce, con la espalda erguida y su rostro mirando al frente, mientras sus ayudantes le mojaban los labios con aceite de almendras y, dibujaban con sangre de ciervo las runas y pinturas que le ayudarían a entrar en armonía con la naturaleza y a su vez, a viajar al otro lado. Sus brazos, torso, espalda y rostro se encontraban teñidos y preparados. Se recostó en el mismo lugar y sus discípulos comenzaron el ritual, cantando en un extraño idioma.

Los tambores resonaban mientras que el joven era llamado por los espíritus del bosque, quienes le mostrarían el inminente futuro que se cernía sobre todo ser viviente. Sus ojos se entrecerraban hasta que finalmente sus parpados cayeron. Al abrirlos, allí se encontraba.

La luz era cálida, todo lo que tocaba brillaba. Todo monumento de piedra estaba cubierto por musgo, ramas y plantas. En el centro de aquel lugar, se encontraba un trono, iluminado por una luz mas intensa que atravesaba las ventanas de cristal. Renly se acercó. No era la primera ni ultima vez que se hallaba en el lugar en el que residían los druidas que una vez vivieron; sin embargo, si era la primera vez que se encontraba allí solo.

Sus mano derecha acarició el trono, sintiendo la humedad del musgo que lo recubría. La luz fue sofocada por una gigantesca sombra, sombra que procedía de los cielos. Su mirada se dirigió a las ventanas, donde pudo comprobar que se trataba de nada más ni menos de la sombra de un dragón.

Volvió la luz sin embargo, esta ya no era cálida. Los árboles y plantas se secaron, al igual que el musgo, dejando ver la piedra agrietada que formaban las paredes y estatuas. El sonido aumentaba a su vez que las grietas crecían. El lugar dio comienzo a un derrumbe, un derrumbe que acabaría por descubrir la existencia de un templo bajo la superficie del pavimento. En aquel oscuro lugar se hallaba una extraña caja de madera tallada que, desprendía una fuerte y brillante incandescencia. El pelirrojo perteneciente al pueblo Sidhe se adentró y, al abrir la caja, se encontró con una bola de cristal.

Aquella esfera contenía dentro de sí una imagen, una imagen borrosa que parecía tener vida propia. Renly la tocó y sin más, encontró frente de si el Nogal, el árbol de la vida. Este estaba rodeado de un interminable lago. Los pies desnudos del pelirrojo andaban sobre el agua, como si de un camino de tierra se tratase. Finalmente llegó hasta el árbol y este, comenzó a marchitarse a medida que el lago se secaba. De pronto, pasó.

Imágenes, incontables imágenes se mostraban a una velocidad extrema ante el druida. La mayoría carecían de sentido. Uno de los fragmentos mostraban a los primeros druidas siendo asesinados por sombras, sombras borrosas que no temían ante el poder de los mismos. Los dragones arrasándolo todo con su ardiente aliento. Lagos y tierras secándose, tanto humanos como habitantes de Indir sufriendo de enfermedades, el ganado perecía y la oscura e inhabitable noche reinaba, dando lugar a  la extinción del día.

Los Sidhe y los humanos luchaban entre si, con la firme y arraigada creencia de que el contrarío era el culpable de lo sucedido. De esta forma, los únicos que podían solventar el alzamiento del enemigo se encontraban divididos y dispuestos a acabar con toda esperanza, claro está, sin saberlo.

Pero, un atisbo de optimismo se manifestó ante sus ojos. La visión de un simple humano, un humano acabando con el enemigo, un humano que lograría evitar y/o combatir y ganar la infamia que se pronunciaría, con tan solo su espada.

Las imágenes cesaron y, allí se encontraba de nuevo, en las ruinas que los fallecidos druidas ocupaban. El techo se caía y el dragón, hizo acto de presencia, usando su abrasador aliento para incinerar al joven de mirada cristalina.

Sus ojos se abrieron y, lo único que pudo observar fue a sus discípulos, sorprendidos. Su cuerpo agotado trató de incorporarse. Se limpió la sangre que de su nariz emergía por el esfuerzo de aquel ritual. Sus manos palparon la seca superficie, percatándose de que toda planta y árbol se había desecado. La naturaleza había sacrificado la energía vital de cada planta para mantener con vida al chaval de cabellos rojizos y pecosas mejillas, infundiéndole vigor para volver al mundo de los vivos.

Las crónicas de IndirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora