Marcados

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Maia entró a su habitación, agradeciendo que su madre no le hizo las preguntas de rigor. El hecho de encontrarla con Aidan, un chico diferente a Ibrahim, le hizo suponer que su hija había pasado un día asombroso. 

Ni siquiera fue capaz de comentarle que Dominick también estaba en la ciudad. Leticia siempre había sentido admiración por ese chico. Por un año entero no dejó de repetir que jamás había conocido una persona con su temple; estar cerca de su madre, cuidarla y aceptar su muerte con aquella resignación fue estoico, pero solo ella conocía el dolor de su amigo, su tristeza. Podía revivir el momento en que se desplomó a su lado, mojando su falda con sus lágrimas. Y ella lloró con él.

Caminó hacia su cama, entrando en contacto con las almohadas. Soltó su maletín, el cual cayó sobre la alfombra nívea que separaba la cama de un sencillo escritorio, colocado exquisitamente frente a una ventana corrediza con persianas. Al lado de la cama estaba su clóset, donde resaltaba dos siluetas de la torre Eiffel. Detrás de la cama había un escaparate tipo estante, donde Maia guardaba todos sus libros con escritura Braille. Leticia había mandado a decorar esa pared para darle más vida. 

Intentó cerrar los ojos por un momento, y el sonido de las voces de Griselle, Eduardo, Javier y Oscar, asistieron a su mente como una pesadilla. Se levantó de golpe. No podía permitirse aquella tortura. 

Por aquel mal momento, conoció dos nuevos amigos y recuperó a Dominick, ¿qué tan mal le podía ir? Recordó que su portátil estaba en el maletín y se apresuró a sacarla para colocarla en la cama. Se daría un baño y comería antes de que su tutora llegara a casa. 

Iba a buscar ropa de cambio, cuando su teléfono repicó. Sacándolo del maletín, que ya reposaba en su cama, atendió la llamada.

—¡Ey, Amina! —gritó la voz de un chico. No tenía necesidad de preguntar por su identidad, sabía que era Gonzalo—. ¿Qué tal tu día?

—¡Zalo! ¡No sabes cuánto he esperado tu llamada! Pensé que te comunicarías más temprano.

—Lo intenté cariño, pero Iñaki no me dejó.

—¿Iñaki? —preguntó, mientras escuchaba a su interlocutor soltar una sonora carcajada.

—Estoy fastidiando a Ignacio. Sabes que me gusta molestarlo. La semana pasada le llamaba Ignác, lo que le hizo soltar una serie de improperios. Pero he descubierto que cuando le digo Nacho o Iñaki revienta como un neumático recalentado.

—¡Gonzalo! —reclamó riendo—. Tu hermano está muy orgulloso de su nombre, ¡déjalo!

—Ese es el problema, cariño mío: Es mucha tentación para este pobre mortal.

—¿Y cuándo vuelven?

—Aún no lo sé. Pero te puedo asegurar que, por lo menos yo, estaré muy pronto a tu lado. Iñaki debe completar su entrenamiento. De lo contrario, papá no lo considerará digno de ti.

—Lo haces sonar como si fuera un perro guía.

—Créeme querida prima, él sería tu perro guía si se lo pidieras.

—Pero yo lo quiero como un hermano, ¡es mi primo! —reclamó.

—Pero es que no llevas nuestra sangre, y él lo sabe. Siempre critiqué a papá por decirle la verdad, en especial por meterle esas estúpidas ideas sobre el honor de la familia. Te aseguro que cuando lo rechaces, me reiré, y no pararé por toda la eternidad.

—Eso es mucho tiempo.

—Tengo diecinueve años, nunca será mucho tiempo. ¿Y has conocido algún galán?

La Maldición de ArdereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora