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La luz de emergencia parpadeaba cada dos segundos exactos, y al hacerlo, se oía un pequeño click que estaba volviendo loca a Hannah.
Tamborileó con sus dedos sobre el hierro lateral de la camilla y miró por la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes que no dejaban a las estrellas asomarse siquiera. Aquello la molestaba.
Aquella era la quinta noche que Hannah Gale pasaba ingresada en el hospital y a cada minuto que pasaba, menos reaccionaba su cuerpo ante sus peticiones. Incorporarse en aquella camilla se había vuelto un gran logro personal, al igual que mantenerse en pie por sí misma al menos dos segundos. Lo cual ya dudaba que fuera posible.
Sus dedos se cansaron de danzar y tuvo que dejar la mano quieta sobre la sábana, la cual apretó con fuerza en cuanto el pitido volvió. Llevaba días escuchando un estridente sonido, parecido al que producen las bombillas justo antes de quemarse. Pero por alguna razón, Hannah sabía que no era cosa de la electricidad, sino de su cabeza. Comenzaba a creer que se estaba volviendo loca.
Aquel mismo día su madre había ido a verla dos veces: una por la mañana, antes de ir a trabajar, y otra a la hora de su descanso, el cual coincidía con la comida. La mañana anterior Hannah le había pedido algo de ropa para estar más cómoda y algún libro para leer. Parecía encontrarse mejor. Los mareos se apaciguaron y había conseguido no vomitar en todo el día. Pero tan solo fue una falsa alarma, pues a la noche todo había vuelto a ser como antes.
La puerta de la habitación chirrió al abrirse. Hannah sintió una fuerte punzada en el estómago al percibir el olor metálico que parecía acompañar a la mayoría de las enfermeras que acudían a tratarla, y tuvo que doblarse sobre sí misma para no vomitar. Por alguna razón, algo dentro de ella no quería que ni enfermeras ni médicos se acercaran. No quería más pruebas en vano, ni tampoco medicamentos que acabaría vomitando unas horas después.
Sin embargo, quien había entrado en la habitación no era ninguna de aquellas personas, sino Olivia, su mejor amiga. A Hannah tan solo le bastó con ver su cabellera rubia asomarse desde el pasillo para reconocer a la chica.
Olivia tenía una expresión de pánico irrefutable en su rostro que se calmó al segundo de hacer contacto visual con Hannah. Se acercó rápidamente a la camilla y no dudó un instante en aferrarse a la mano de esta.
—¡Por fin! —dijo— Nos ha costado seis habitaciones y dos guardias de seguridad encontrarte, ¿sabes?
El olor metálico era más fuerte ahora que Olivia estaba a su lado.
—Como nos pillen aquí nos van a matar —susurró, mirando a todos lados nerviosa—. ¿La habitación es compartida, o estás tú sola?
—Solo yo —consiguió articular Hannah en voz cansada—. ¿Liv, qué haces aquí? Es de noche, las visitas terminan a las...
—¡Tres! —gritó Olivia antes de hacer la foto.
La música retumbaba por todo el coche, a coro con los gritos de Sarah y Olivia desde los asientos traseros de este. Resultaba increíble la forma en la que destrozaban cualquier canción que sonara por la radio, sin importar cuál fuera.