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Juguetería FNAFHS.


Después de más de medio año encerrado en aquel frío escaparate, con las únicas vistas de lo que había más allá del grueso y limpio cristal, con la única compañía de juguetes nuevos y viejos que entraban y salían junto a diversas personas que llegaban a adquirir algún artilugio; después de momentos de esperanza y desesperanza, de ganas de llorar al no sentirse querido por nadie, de miedo al saber que cada vez estaba más cerca de acabar en aquel oscuro almacén del que tanto hablaban en la tienda de donde nunca se salía, llegó ella. Una niña, de no más de diez años, de pelo azulado y recogido torpemente, de aspecto alegre e infantil y sonrisa positiva. Entró por la puerta, haciendo sonar las pequeñas campanillas que anunciaban la llegada de un cliente, de la mano de una mujer.

Al verlo ahí sentado en el escaparate, dio un salto de entusiasmo, y sin siquiera fijarse antes en el resto de juguetes y peluches, fue rápida a su madre.

— ¡Mami! —gritaba, radiante y señalando al muñeco— ¡Quiero ese tan mono!

Ambas se acercaron a él, que sonreía incluso más que antes. La mujer lo tomó entre sus cálidas manos, observando su cabello azul echado hacia atrás, su uniforme escolar, sus mangas azules y blancas y sus ojos brillantes, palpando su cuerpo de tela relleno de serrín.

Al final, esbozó una sonrisa, y tras intercambiar unas palabras con su hija, tomó también a dos muñecas más y los llevó a los tres al mostrador.

Bon conocía a ambas muñecas. Una de ellas se trataba de una de porcelana, de pelo rubio y largo con un pequeño mechón recogido y vestida de blanco y azul, y la otra era la típica que cantaba al apretar un botón en su espalda. Su pelo blanco cubría uno de sus ojos ámbar, y sonreía sarcásticamente.

Los tres solían hablar muy a menudo en el escaparate. Se llamaban Joy y Mangle, y eran grandes amigos.

Tras pagar, la madre de la niña los metió a los tres en una bolsa, a pesar de que ella se negaba, ya que quería llevarlos entre sus brazos en el camino a casa.

—Eddo, ya los cogerás en casa —intentaba calmarla la madre—. La muñequita de porcelana podría romperse. Cuando lleguemos te la devuelvo.

A pesar de las quejas de la nombrada, no logró convencer a su madre.

En el camino que hicieron a casa de Eddo en el coche, los tres juguetes viajaron apretados en la bolsa, en el asiento del copiloto.

— ¿Y tendrá vestidos para ponerme? —decía con entusiasmo Joy.

—En el caso de que los tuviera, tu ropa está fija a ti, Joy —dijo Mangle.

La rubia bajó la mirada, triste.

—No vale, tú sí puedes cambiarte...

—Yo tampoco puedo... Y estoy bien.

— ¡Pero tú eres hombre, Bon! Es distinto.

—Ya, ya...

El peliazul tiró del plástico de la bolsa para poder asomarse al exterior. Asomó la cabeza, y con sus ojos curiosos observó la figura de la madre de Eddo. Las dos iban hablando.

— ¡Ya tienes muchos jugutes, Eddo! —exclamó la mujer— Si quieres quedarte con estos nuevos, debes tirar todos los viejos.

— ¿¡Todos!? —La niña dio un bote en el asiento, enfurruñada— ¡No es justo!

— ¡Todos no! Te puedes quedar con las marionetas, por ejemplo, y con esa osita que te compraste hace unos meses... Pero no quiero ver esos que te regaló la abuela. ¡Llevas con ellos desde que eras un bebé, están destrozados!

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