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Las gruesas lágrimas de Eddo caían pesadamente sobre la almohada y, algunas, aterrizaban en el rostro de Bon, cayendo por su mejilla de tal forma que parecía que él también lloraba.

—No es justo... —gimoteó, encogiéndose antes las caricias de su padre— Mañana era mi último día junto a él, y ahora no podré tenerlo...

El hombre le dio unas cuantas palabras de consuelo y besó su frente. Entonces se irguió y abandonó la sala, creyendo que su hija necesitaría unos cuantos momentos sola.

Ella se abrazó con más fuerza a su muñeco, que sin poder evitarlo apretó los labios y cerró los ojos, notando cómo estos se le humedecían.

"Nuestra última noche...", se recordó mentalmente, notando un terrible nudo en el estómago.

Ambos lloraron en silencio durante un largo rato, abrazados en la cama y mojando las sábanas con aquel líquido salado que sus ojos no dejaban de derramar.

Bon recordó la primera noche que había pasado en aquella habitación, hacía menos de una semana. Aquella vez que había hablado con Bonnie, jamás se habría imaginado que terminaría sintiendo algo más que una inocente amistad por él. Y mucho menos, llorando junto a Eddo después de haberlo perdido.

Porque, lo había perdido.

Aquel chico, Saster, no había parecido tener intenciones de devolverle el pelimorado a Eddo, y no le extrañaba para nada. ¿Quién no querría quedarse con un juguete tan maravilloso? Era tierno, agradable al tacto y lindo a pesar de sus múltiples heridas.

Así lo veía Bon, al menos.

Ahora se sentía como un idiota. Se arrepentía de no haberle confesado sus sentimientos a Bonnie en cuanto los tuvo claros, si sabía que se marcharía de su lado en poco tiempo.

Si lo hubiera sabido... Se lo habría dicho todo. Todo...

"Sólo pido verte una vez más..." pensó "Una sola vez, Bonnie, para poder decírtelo..."

Un timbrazo hizo que Eddo se incorporara repentinamente, sobresaltada. Consigo se llevó a Bon, a quien apretó contra el pecho con la mirada clavada en la puerta de su habitación.

Los taconazos de su madre hicieron eco en el pasillo, y es escuchó un chasquido seguido por un leve chirrido.

La niña guardó un silencio sobrecogedor mientras la voz de la mujer llegaba hasta ella. Sus palabras no se distinguían desde donde estaba, pero estaba claro que hablaba con el recién llegado.

La puerta se cerró y se escucharon más taconazos, mezclados con unos pasos rápidos más suaves. Y el pomo que Eddo llevaba observando desde que se incorporó, giró, para que niña y muñeco pudieran ver a la mujer y a un niño tras ella, con el pelo recogido en un moño mal hecho y con la mirada caída.

Eddo tomó aire.

Saster.

—Eddo, cielo, este niño tiene algo importante que decirte —dijo la madre de la mencionada, haciéndose a una lado para que el niño pudiera pasar—. No montéis mucho jaleo. —Dicho esto, miró al niño y guiñó un ojo, como para darle ánimos.

Cuando la mujer hubo abandonado el cuarto, Eddo frunció el ceño y se limpió la cara de lágrimas para luego apretar con fuerza a Bon, protegiéndole.

Bon quería, en cambio, que le soltase para poder lanzarse sobre el chaval. Quería reclamar a Bonnie, tirarle de aquel moño tan estúpido hasta que se lo devolviera. Pero no podía...

Saster resopló y caminó tímidamente hacia ellos. Entonces, Bon pudo ver una pequeña mochila que llevaba colgada a los hombros.

Al situarse frente a ambos, el chico se descolgó la mochila, y sin dejar de mirar a Eddo, descorrió la cremallera.

Eddo, con curiosidad y sin poder evitarlo, observó atentamente los movimientos de su enemigo, preparada por si sacaba algún arma como unas pinzas mágicas que pudieran arrebatarle todos los juguetes.

En cambio, de la mochila sólo extrajo a Bonnie, en el mismo estado que hacía pocas horas.

Eddo abrió mucho los ojos, y Bon sintió que el corazón se le subía a la garganta.

—Toma —dijo secamente Saster, tendiéndole el muñeco y sin atreverse a mirarla.

Ella movió los ojos de Bonnie a Saster, y sonrió. Dejó a Bon sobre su regazo, y con manos temblorosas, agarró a Bonnie.

Los dos niños quedaron sujetando el muñeco, y Saster movió ligeramente la cabeza para clavar sus ojos en los de Eddo.

Entonces, dejó que el peluche se escurriera entre sus dedos y fue cuando Eddo lo tomó por fin.

— ¿Por qué...? —preguntó, sonriendo levemente— ¿Por qué me lo quitas y luego me lo devuelves?

Él se rascó la nuca.

—Al principio sólo sería una pequeña broma. Te lo iba a devolver en el autobús, pero... Me emocioné... Lo siento.

—Te perdono.

Se hizo el silencio. Eddo ahora sonreía, enseñando los dientes. Saster, sin querer, la imitó.

— ¿Quieres jugar un rato? —preguntó ella entonces, ladeando la cabeza.

— ¿Qué...? —El niño se rió— Venga ya... Somos mayores, es una tontería que...

—Si no quieres jugar, ya te puedes ir de mi casa.

De alguna manera, ambos acabaron con todos los juguetes de la estantería y el baúl, en el suelo, jugando con ellos. Incluso Toddy estaba.

Eddo se reía ante las voces que le ponía Saster a cada personaje, y por los despistes que el mismo niño cometía al intercambiarse de muñeco.

—Eres un desastre... —le dijo, con una amplia sonrisa.

—Soy todo un de-Saster.

La peliazul rió y se acercó más a él, sin notar el leve rubor que apareció instantáneamente sobre las mejillas del chico.

—Te llamaré así a partir de ahora. Dsaster —dijo, sacando la lengua con burla.

Saster sonrió, con una ceja alzada.

— ¿Desde cuándo tienes confianza conmigo para ponerme apodos tontos, Edith?

Eddo frunció el ceño al escuchar su verdadero nombre.

—Desde ahora. Así que llámame Eddo, nuevo amigo al que le tengo confianza.

— ¿Es ese otro apodo?

—Puede.

Los dos rieron y regresaron a su juego.

La tarde pasó rápida. Tanto para los niños como para todos los juguetes.

Se respiraba la felicidad en aquella pequeña habitación...


***


Cuando Dsaster se marchó, Eddo cenó brevemente y regresó con velocidad a su cuarto. Una vez allí, cogió el baúl azul y, con toda su fuerza, lo transportó al centro de la habitación, mirando hacia la estantería.

Aquel "click" tan familiar retumbó en las paredes de la habitación. Todos los juguetes en la estantería observaban las acciones de la niña, que fue sacando uno a uno, con cuidado, a los juguetes viejos para luego dejarlos apoyados en la madera del baúl.

Una vez todos estuvieron acomodados, cerró la caja y apoyó los codos sobre su tapa para sostenerse la cabeza con las manos.

—Esta será vuestra última noche aquí, chicos... —dijo, dirigiéndose a los juguetes viejos. Pequeñas lágrimas se agolpaban en las comisuras de sus ojos— Porque mañana por la tarde, cuando regrese a casa... mamá me hará tiraros. ¡Así que... disfrutemos una última vez juntos!


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