[3]

504 54 0
                                    

Minho y yo ni siquiera nos molestamos en colgar el teléfono.
–Voy a cambiarme –me limité a decir.
–Yo también –dijo Minho.
–Newt, ¡el Enredos! ¡En el armario de los juegos!
Salí disparado al piso de arriba, me deslicé patinando con los calcetines por el suelo de parquet de la cocina y entré en mi habitación dando un traspié. Abrí la puerta del armario de golpe y empecé a rebuscar como loco entre las camisas apiladas abajo, con la vana esperanza de que en ese montón hubiese una prenda maravillosa y perfecta, una bonita camisa de botones sin arrugas que dijera de mí: «Soy un tipo fuerte y duro, aunque también se me da de maravilla escuchar con una entrega auténtica y apasionada los vítores de aliento y a quienes los emiten». Por desgracia, esa camisa no existía. Me puse a toda prisa una camiseta amarilla de Threadless, sucia pero muy bonita, y un jersey negro de punto con cuello de pico. Me quité corriendo los vaqueros de ver pelis de James Bond con Newt y Minho, y me embutí corriendo mis únicos vaqueros negros elegantes.
Hundí la barbilla en el pecho para comprobar mi olor corporal. Entré corriendo en el baño y me puse desodorante. Me miré en el espejo. Tenía buen aspecto, salvo por el pelo, un tanto despeinado. Regresé corriendo al cuarto, recogí el abrigo de invierno del suelo, empecé a calzarme las Puma y bajé corriendo con las deportivas a medio poner al tiempo que gritaba:
–¿Está todo el mundo listo? ¡Yo ya estoy! ¡Vámonos!
Cuando llegué abajo, Newt se había sentado en el centro del sofá y estaba viendo la peli de Bond.
–Newt. El Enredos. La chaqueta. Al coche –me volví y hablé a gritos por las escaleras–: Minho, ¡¿dónde estás?!
–¿Tienes un abrigo para prestarme? –me respondió.
–No, ¡ponte el tuyo! –le grité.
–Pero ¡si solo llevo una chaqueta! –me contestó también a gritos.
–¡Tú date prisa y ya está! –por algún motivo, Newt todavía no había quitado la película–. Newt –repetí–. El Enredos. La chaqueta. Al coche.
Puso pausa y se volvió hacia mí.
–Tommy, ¿cómo te imaginas el infierno?
–¡Es una pregunta que puedo responder en el coche!
–Porque yo me lo imagino como un lugar donde tenga que pasar una eternidad en una Waffle House abarrotada de animadoras.
–¡Oh, venga ya! –dije–. ¡No seas idiota!
Newt se levantó. El sofá actuaba de barrera entre ambos.
–¿Estás diciendo que vamos a salir al exterior el día de la peor ventisca de nieve desde hace cincuenta años? ¿Que vamos a recorrer en coche una distancia de treinta y dos kilómetros para pasar el rato con una panda de desconocidas? ¿Con unas chicas cuya idea de la diversión consiste en jugar a algo pensado para niños de seis años? ¿Y el idiota soy yo?
Volví a dirigir la mirada hacia el piso de arriba.
–¡Minho! ¡Date prisa!
–¡Eso intento! –respondió–. Pero ¡es difícil darse prisa cuando uno intenta estar estupendo!
Rodeé el sofá y posé un brazo sobre Newt. Lo miré sonriente. Éramos amigos desde hacía mucho tiempo. Lo conocía bien. Sabía que odiaba a las animadoras. Sabía que odiaba el frío. Sabía que odiaba que lo obligaran a levantarse del sofá cuando estaba viendo pelis de James Bond.
Pero a Newt le encantaban las hash browns de la Waffle House.
–Hay dos cosas que te resultan irresistibles –le dije–. La primera es James Bond.
–No lo puedo negar –afirmó–. ¿Cuál es la otra?
–Las hash browns –contesté–. Las doradas y deliciosas hash browns de la Waffle House.
No me miró, no directamente. Miró más allá, a través de las paredes de la casa y más allá de la nieve; entrecerró los ojos mientras miraba a un punto distante. Estaba imaginándose las doradas tortitas de patata rayada.
–Puedes pedirlas gratinadas, cubiertas de cebolla y con costra de queso fundido –añadí.
Parpadeó de forma exagerada y sacudió la cabeza.
–¡Maldición!, ¡mi pasión por las hash browns siempre me pierde! Pero no pienso quedarme allí varado toda la noche.
–Será solo una hora, a menos que estés pasándolo bien –le aseguré.
Él asintió en silencio. Mientras se ponía el abrigo, abrí el armario de los juegos y cogí la caja del Enredos con las esquinas abolladas.
Cuando me volví, Minho estaba plantado ante mí.
–¡Oh, Dios mío! –exclamé.
Minho había encontrado una prenda horrible en algún rincón oscuro del armario de mi padre: un pijama de peluche azul celeste, de cuerpo entero y con las perneras ajustadas. Lo complementaba con una gorra con orejeras.
–Pareces un leñador obsesionado con la ropa infantil –dije.
–Cierra el hocico, caraculo –se limitó a responder Minho–. Es mi rollo de esquiador sexy. Esta ropa dice: «Acabo de bajar de las pistas tras un largo día salvando vidas con la Patrulla de Salvamento de montaña».
Newt soltó una carcajada.
–En realidad, lo que dice es: «Que yo no haya sido la primera mujer astronauta no quiere decir que no pueda ponerme su traje espacial».
–¡Por el amor de Dios! Vaaaleee... Iré a cambiarme –dijo Minho.
–¡No hay tiempo! –grité.
–Deberías ponerte las botas –me aconsejó Newt mirando mis deportivas Puma.
–¡No hay tiempo! –volví a gritar.
Los empujé a toda prisa para llevarlos al garaje y subimos a Carla, el SUV Honda blanco de mis padres. Habían pasado ocho minutos desde que Keun había colgado el teléfono. El tiempo de ventaja con el que contábamos al principio seguramente ya había pasado. Eran las once y cuarenta y dos. En una noche normal, habríamos tardado unos veinte minutos en llegar a la Waffle House.
Pero iba a quedar demostrado que no era una noche normal.

Un milagro en Navidad|Newtmas+MinhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora