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Newt, como siempre, tenía un plan. Seguíamos estacionados en medio de la carretera cuando compartió con nosotros lo que pensaba.
–El problema ha sido que nos hemos ahogado al subir la cuesta. ¿Por qué? Porque no hemos encarado la subida con la máxima potencia. Tienes que retroceder cuanto puedas en línea recta y luego subir disparado. Conseguiremos ascender yendo mucho más deprisa, y el impulso nos llevará hasta arriba.
No era un plan especialmente atractivo, pero no se me ocurría nada mejor. Di marcha atrás todo lo que pude, con la subida justo delante de nosotros aunque casi invisible por la cantidad de nieve que caía sobre los faros. No paré hasta meterme en el patio delantero de una casa; había un imponente roble que quedó a unos centímetros del parachoques trasero de Carla. Hice girar las ruedas para hundirlas un poco en la nieve dura.
–¿Cinturones bien puestos? –pregunté.
–Sí –respondieron al unísono mis dos amigos.
–¿Todos los airbags activados?
–Afirmativo –dijo Newt.
Me volví para mirarlo. Estaba sonriendo y enarcando las cejas. Le correspondí con un gesto de asentimiento.
–Necesito una cuenta atrás, colegas.
–Cinco –soltaron a la par–. Cuatro. Tres.
Puse la palanca de cambio en posición neutral y empecé a revolucionar el motor.
–Dos. Uno.
Metí la primera de golpe y salimos disparados, acelerando a trompicones cuando las ruedas patinaban sobre algún fragmento de nieve congelada. Encaramos la subida a sesenta y cuatro kilómetros por hora, con lo que excedíamos en treinta kilómetros el límite de velocidad permitida en Grove Park. Me levanté del asiento, notaba la presión del cinturón. Estaba cargando todo el peso de mi cuerpo sobre el acelerador, pero las ruedas patinaban, empezamos a decelerar y yo empecé a desanimarme.
–¡Vamos! –exclamó Newt.
–Tú puedes hacerlo, Carla –masculló Minho en voz baja desde el asiento trasero, y el coche siguió adelante, aumentando poco a poco la velocidad con cada segundo que pasaba.
–Carla, ¡sube ese culo disparador de gas hasta la cima! –grité al tiempo que aporreaba el volante.
–No le hables así –dijo Newt–. Necesita que la animen con amabilidad. Carla, nena, te queremos. Eres un coche maravilloso. Y creemos en ti. Confiamos en ti con los ojos cerrados.
Minho empezó a dejarse llevar por el pánico.
–No vamos a conseguirlo.
Newt reaccionó con tono tranquilizador.
–No lo escuches, Carla. Vas a conseguirlo.
Volví a ver el final de la cuesta y el asfalto negro recién despejado de nieve. Y Carla estaba en plan: «Creo que puedo, creo que puedo», y Newt no paraba de aporrear el salpicadero diciendo:
–Te quiero, Carla. Tú lo sabes, ¿verdad? Me despierto todas las mañanas y lo primero que pienso es en lo mucho que quiero al coche de la madre de Tommy. Sé que es raro, nena, pero es así. Te quiero. Y sé que puedes hacerlo.
Yo seguía pisando el acelerador, y las ruedas no paraban de girar. Redujimos la marcha hasta los doce kilómetros por hora. Nos acercábamos a un montón de nieve de casi un metro de alto, donde el quitanieves había vertido toda su carga, que nos impedía el paso. Habíamos estado a punto de lograrlo. El velocímetro marcaba casi ocho kilómetros por hora.
–¡Oh, Dios, es una caída enorme! –exclamó Minho, con la voz quebrada.
Miré por el retrovisor. Desde luego que lo era.
Seguíamos avanzando muy lentamente, pero nada más. La pendiente empezaba a suavizarse, aunque íbamos a llegar por los pelos. Yo seguía dando toquecitos al acelerador con nulos resultados.
–Carla –dijo Newt–, ha llegado la hora de que te confiese la verdad. Estoy enamorado de ti. Quiero estar contigo, Carla. Nunca he sentido esto por un coch...
Las ruedas se agarraron a la nieve justo cuando yo tenía el acelerador pisado hasta el fondo, salimos disparados hacia el montículo y la nieve saltó hasta el parabrisas, pero logramos cruzarlo, la mitad del recorrido por encima del montón blanco, y la otra mitad, atravesándolo. Carla empezó a colear cuando lo cruzamos y pisé el freno de golpe al ver que nos acercábamos a un stop. Carla corcoveó y, de pronto, en lugar de estar frente a la señal de tráfico, nos encontrábamos en la carretera, orientados en la dirección correcta. Solté el pedal del freno y empecé a circular.
–¡Sííí! –gritó Minho desde el asiento trasero. Se inclinó hacia delante y le revolvió el pelo a Newt–. ¡Hemos conseguido no matarnos de un modo horrible!
–Está claro que sabes cómo hablarle a un coche –le dije a Newt. Sentía como me bombeaba la sangre por todo el cuerpo. Resultaba alucinante lo tranquilo que parecía él mientras se peinaba el pelo con los dedos para volver a ponérselo bien.
–En situaciones desesperadas, soluciones desesperadas –respondió.

Un milagro en Navidad|Newtmas+MinhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora