[8]

441 50 9
                                    


Los gemelos conducían un viejo Ford Mustang rojo cereza tuneado, con alerón trasero y los bajos de la carrocería casi pegados al suelo. Digamos que no era un coche muy conocido por resultar ideal para conducir los días de mal tiempo. Por eso tuve la certeza de que ellos tampoco podrían tomar bien la curva y acabarían estampándose contra Carla por detrás. Cuando el rugido del motor se convirtió en un estruendo, Newt nos empujó a Minho y a mí hacia un lado de la carretera.
Doblaron la esquina emitiendo varios ruidos. El Ford Mustang iba levantando una nube de nieve en polvo y empezó a colear, pero, de algún modo, consiguió no salirse de la calzada. El pequeño Tim Reston no paraba de dar volantazos hacia un lado y hacia el otro. Por lo visto, el muy asqueroso era un experto en la conducción con nieve.
Era tan notable la diferencia de tamaño entre los hermanos que el Mustang se escoraba de forma visible hacia la izquierda, donde Will Resto había conseguido encajar su cuerpo en el asiento del acompañante. Vi a Will sonriendo, y le afloraron unos hoyuelos de dos centímetros de profundidad en las mejillas, gigantescas y carnosas. Tim frenó el Mustang en seco a unos nueve metros de nosotros, bajó la ventanilla y asomó la cabeza.
–¿Han tenido algún problema con el coche? –preguntó.
Empecé a caminar hacia ellos.
–Sí, sí –dije–. Hemos chocado contra un montículo de nieve. Me alegro de verlos, chicos. ¿Pueden llevarnos, aunque sea hasta el centro?
–Claro –contestó–. Suban –Tim miró por detrás de mí y, modulando un poco la voz, añadió–: ¿Qué pasa, Isaac? –que era el auténtico nombre de Newt.
–Hola –dijo él.
Me volví en su dirección e hice un gesto a Minho y a Newt para que se acercaran. Yo ya estaba casi junto al coche. Permanecí del lado del conductor, porque supuse que sería imposible entrar en el asiento trasero justo por detrás de Will.
Estaba ya con la cabeza agachada, a la altura de la puerta, cuando Tim dijo:
–¿Sabes qué? Tengo sitio ahí detrás para dos perdedores –y luego habló más alto para que Minho y Newt lo oyeran mientras se acercaban–: Pero no tengo sitio para dos perdedores y un maricón –pisó el acelerador y durante unos segundos las ruedas del Mustang giraron aunque el coche no se movía.
Corrí a sujetar la manilla de la puerta, pero cuando llegué con los dedos, el Mustang ya había salido disparado. Perdí el equilibrio y caí de bruces al suelo. El coche a la fuga me salpicó nieve a la cara y al cuello, que me bajó hasta el pecho. Escupí un poco y vi como Will y Tim salían disparados hacia Minho y Newt.
Ambos estaban juntos, a un lado de la carretera, y Newt aleteaba con ambos brazos en dirección a Will y a Tim. Cuando el Mustang ya estaba cerca, Minho dio un paso hacia la calzada y levantó una pierna del suelo. Justo cuando pasaba el coche, Minho le pateó el parachoques trasero. Fue una patada de nada, hasta un niño podría haberle pegado más fuerte. Ni siquiera oí el impacto del pie contra la carrocería. No obstante, no sé cómo, el golpe alteró el delicado equilibrio del vehículo y, de pronto, el Mustang dio una vuelta de campana. Tim debió de intentar revolucionar el motor mientras derrapaba, pero no le sirvió de nada. El Mustang salió disparado de la calzada y fue a dar contra una pila de nieve retirada del asfalto. Desapareció por completo, solo se le veían las luces de freno.
Me levanté como pude y corrí hacia Minho y Newt.
–¡Increíble! –exclamó Minho, y se miró los pies–. ¡Soy superfuerte!
Newt caminó con decisión hacia el Mustang.
–Tenemos que sacarlos de ahí –dijo–. Podrían morir si los dejamos dentro.
–¡A la mierda! –espeté–. ¿No has visto lo que acaban de hacer? Además, ¡te han llamado maricón!
Durante un instante percibí que se ruborizaba, y las mejillas se le ponían incluso más rojas de lo que ya las tenía por el azote del viento. Siempre había odiado eso de «maricón». Me cabreaba especialmente cuando alguien lo aplicaba para hablar de Newt, porque, aunque fuera algo aparentemente ridículo y de inmaduros, a él le avergonzaba, y sabía que nosotros sabíamos que se sentía avergonzado, y... Bueno, pues eso. Me cabreaba que lo insultaran así. Sin embargo, no quise mencionarlo para no darle más importancia.
No obstante, Newt reaccionó casi de inmediato.
–¡Oh, sí! –dijo, y entornó los ojos–. Tim Reston me ha llamado maricón. Un insulto a mi masculinidad. ¡Anda ya, Tommy! No me importa que se burlen de que sea un hombre quien despierte mi apetito sexual.
Lo miré con gesto interrogante y seguí caminando hacia el Mustang junto a él.
–No es nada personal –dije al final–, pero prefiero no imaginar a nadie que sienta apetito sexual por Billy Talos.
Se detuvo en seco, se volvió y me miró.
–¿Quieres parar ya con lo de Billy? –me soltó muy serio–. Ni siquiera me gusta.
No entendí por qué se picaba tanto con el tema. Siempre estábamos molestándonos sobre cualquier cosa.
–¿Qué dices? –pregunté, a la defensiva.
–¡Por el amor de Dios, déjalo ya! –respondió él–. Ayúdame a salvar a esos misóginos retrasados de morir envenenados por intoxicación con monóxido de carbono.
Y lo haríamos, seguro. Si era necesario, pasaríamos horas abriendo un túnel para sacar a los Reston. Sin embargo, al final no hizo falta que nos esforzáramos, porque Will Reston, puesto que era el hombre más fuerte del mundo, logró apartar toneladas de nieve y abrir la puerta del coche. Se levantó, solo le asomaban los hombros y la cabeza por encima de la nieve, y gritó:
–¡Vas-a-morir!
No me quedó del todo claro si Will se refería solo a uno de nosotros, como por ejemplo Minho, que ya había empezado a correr, o era en plan impersonal, referido a un grupo de personas entre las que estaba incluida yo. Me dio igual, salí corriendo y empujé a Newt para que hiciera lo mismo. Me mantuve detrás de él, porque no quería que resbalara y cayera al suelo sin que me diera cuenta. Me volví para ver por dónde iban los gemelos, y vi los hombros de Will Reston y su cabeza abriéndose paso entre la masa de nieve. Vi asomar de pronto la cocorota de Tim por el hueco por donde antes había salido Will. Bramaba palabras furibundas e incomprensibles, palabras tan solapadas que solo se oía su rabia. Pasamos por su lado cuando aún no se habían liberado del todo de su prisión nevada y seguimos corriendo.
–Vamos, Newt –dije.
Me preocupaba su lesión. Sabía que Newt había tenido un accidente cuando niño que le había dejado un persistente dolor en el tobillo derecho.
–Hago... lo que puedo –respondió, tomando aire entre palabra y palabra.
En ese momento los oía gritar y, cuando volví a mirar, vi que habían escapado de la nieve, que corrían en nuestra dirección y que se acercaban más con cada zancada. Había demasiada nieve en los arcenes para salir corriendo hacia otro lugar que no fuera calle abajo. Pero si seguíamos mucho más, los gemelos acabarían cazándonos y se darían un festín con nuestros riñones.
He oído decir que, en momentos de crisis intensa, el nivel de adrenalina aumenta tanto durante un breve instante que la persona en cuestión experimenta una fuerza sobrehumana. Y tal vez eso explique cómo conseguí agarrar a Newt, echármelo encima del hombro derecho y salir corriendo como un atleta olímpico por la nieve resbaladiza.
Lo transporté durante varios minutos antes de empezar a cansarme siquiera, sin volver la vista atrás y sin necesidad de hacerlo, porque él miraba por mí e iba diciendo: «Sigue corriendo, sigue corriendo, eres más rápido que ellos, eres más rápido que ellos». Aunque estuviera hablándome como le había hablado a Carla mientras subíamos la cuesta, me daba igual, funcionaba. Hacía que siguiera corriendo, a pesar de que notaba el bombeo de la sangre en las plantas de los pies, mientras lo rodeaba con el brazo por la cintura, justo por debajo de la espalda. Corrí hasta que llegamos a un pequeño puente sobre una carretera de dos carriles. Vi a Minho tirado boca abajo a un lado del puente. Supuse que se había resbalado y frené un poco para ayudarle a levantarse, pero él gritó:
–¡No, no! ¡Sigue corriendo, sigue corriendo!
Por eso seguí corriendo. Me costaba mucho respirar, porque sentía todo el peso de Newt sobre el hombro.
–Oye, ¿puedo bajarte? –le pregunté.
–Sí. Además, estoy empezando a marearme un poco.
Me detuve y lo dejé bajar.
–Sigue tú –dije.
Él salió disparado sin mí. Yo me doblé sobre mí mismo, con las manos sobre las rodillas, y vi que Minho se acercaba corriendo hacia mí. A lo lejos, distinguí a los gemelos, bueno, mejor dicho, solo a Will. Sospeché que Tim quedaba oculto tras el contorno infinito de su hermano. A esas alturas ya sabía que la situación era desesperada, los gemelos nos atraparían sí o sí, aunque estaba convencido de que podía enfrentarme a ellos, en serio. Inspiré con fuerza varias veces seguidas en el momento en que Minho llegó a mi altura y empecé a correr, pero él me sujetó por el abrigo.
–No. No. Mira –me dijo.
Nos quedamos ahí, en la carretera, con el aire húmedo abrasándome los pulmones, Tim se lanzó a la carga contra nosotros, con su cara rechoncha demudada por un exagerado gesto de furia. Y entonces, sin previo aviso, cayó de bruces al suelo, como si le hubieran disparado por la espalda. Apenas tuvo tiempo de poner las manos por delante para amortiguar la caída. Will tropezó con el cuerpo de Tim, cayó también a la nieve y quedó despatarrado.
–¿Qué narices has hecho? –le pregunté a Minho mientras salíamos corriendo en dirección a Newt.
–He usado todo el hilo dental que me quedaba para atarlo de un lado al otro del puente y así tender una trampa que los hiciera tropezar. Lo he levantado justo después de que pasaras con Newt a cuestas –me explicó.
–¡Ha sido alucinante! –exclamé.
–Sí, pero mis encías no se alegran tanto –masculló en respuesta.
Seguimos corriendo, pero ya no oía a los gemelos y, cuando volví la cabeza para mirar atrás, solo vi la nieve que seguía cayendo con toda calma.
Cuando por fin alcanzamos a Newt, estábamos rodeados por los edificios de obra vista del centro, y salimos de Sunrise para doblar por la calle principal, donde acababan de retirar la nieve. Seguíamos corriendo, aunque apenas sentía los pies a causa del frío y el agotamiento. No oía a los gemelos, pero aún me daban miedo. Solo nos quedaba un kilómetro y medio para llegar. Si seguíamos corriendo, todo acabaría en cuestión de veinte minutos.
–Llama a Keun –dijo Newt–. Que te diga si se nos han adelantado esos tipos de la universidad.
Sin dejar de correr me metí una mano en el vaquero, saqué el móvil y llamé a Keun. Alguien –que no era Keun– respondió a la primera llamada.
–¿Está Keun?
–¿Eres Thomas?
Entonces reconocí la voz. Era Billy Talos.
–Sí –dije–. ¿Qué pasa, Billy?
–Oye, ¿Isaac está contigo?
–Eeeh... Sí –contesté.
–¿Están cerca?
Valoré las consecuencias de mi respuesta, pues no sabía si él aprovecharía esa información para ayudar a sus amigos.
–Bastante –dije.
–Vale, te paso a Keun.
La voz atronadora de Keun me resonó en la oreja:
–¿Qué pasa? ¿Dónde estás? Viejo, creo que Billy está enamorado. Bueno, es que, ahora mismo, está sentado junto a una de las Madison. Hay tres chicas con el mismo nombre, ¡tres! ¡El mundo está lleno de mágicas Madison!
Me quedé mirando a Newt para ver si había oído algo de la conversación, pero estaba mirando hacia delante y seguía corriendo. Creí que Billy me había preguntado sobre Newt porque tenía ganas de verlo, no porque no quería que lo pillara con una de las animadoras. ¡Tonto de mí!
–¡Thomas! –me gritó Keun al oído.
–Sí, ¿qué pasa?
–Esto... Me has llamado tú –me recordó.
–¡Ah, sí! Estamos cerca. Estamos en la esquina de la principal con la Tercera. Deberíamos estar ahí dentro de media hora.
–Genial, creo que siguen yendo con ventaja. Por lo visto, los universitarios están atrapados en alguna carretera perdida.
–Vale, te llamaré cuando estemos cerca.
–Brutal. ¡Ah, oye!, traen el Enredos, ¿no? –miré hacia Minho, y luego a Newt. Tapé el auricular con un dedo y dije–: ¿Hemos traído el Enredos?
Minho dejó de correr. Newt hizo lo mismo.
–¡Mierda, nos lo hemos dejado dentro de Carla! –exclamó Minho.
Destapé el micrófono.
–Keun, lo siento, viejo, pero nos hemos dejado el Enredos en el coche.
–Mal rollo –soltó con cierto tono amenazante.
–Ya lo sé, es una putada. Lo siento.
–Volveré a llamarte –dijo, y colgó.

Había pasado solamente un minuto cuando Keun volvió a llamar.
–Escucha, hemos votado y, por desgracia, van a tener que volver a por el Enredos. La mayoría ha estado de acuerdo en que no los dejaremos entrar sin el juego.
–¿Qué? ¿Quién ha propuesto la votación?
–Billy, Mitchell y yo.
–¡Venga ya, Keun! ¡Haz presión o lo que sea para que nos dejen entrar! Carla está a unos veinte minutos de caminata, y la ventisca sigue. Además, los gemelos Reston están en algún punto del camino de vuelta. ¡Consigue que cambien el voto!
–Por desgracia, el resultado de la votación ha sido tres a favor y cero en contra.
–¿Qué? ¿Keun? ¿Has votado en contra de nosotros?
–Yo no lo considero un voto en contra de ustedes –me aclaró–. Lo considero un voto a favor del Enredos.
–¡Me tomas el pelo! –exclamé.
Newt y Minho no oían a Keun, pero estaban mirándome con nerviosismo.
–Yo no bromeo con el Enredos –replicó Keun–. ¡Todavía pueden llegar de los primeros! ¡Dense prisa y ya está!
Cerré el teléfono para colgar y me tapé la cara con el gorro.
–Keun dice que no nos dejará entrar sin el Enredos –mascullé.

Me coloqué bajo el toldo de una cafetería e intenté sacudirme la nieve de las deportivas congeladas. Minho recorría la calle de un lado para el otro y parecía muy nervioso. Ninguno dijo nada durante un rato. Yo seguía mirando al final de la calle para localizar a los gemelos Reston, pero no aparecían.
–Vamos a ir a la Waffle House –dijo Minho.
–Sí, claro –respondí.
–Vamos a ir –repitió–. Volveremos al coche por otro camino para evitar toparnos con los gemelos Reston, recuperaremos el Enredos e iremos a la Waffle House. Si nos damos prisa, solo tardaremos una hora.
Me volví hacia Newt, que estaba a mi lado, bajo el toldo. Él se lo diría a Minho. Él le diría que teníamos que desistir y llamar al teléfono de emergencias para ver si alguien, quien fuera, desde cualquier lugar, podía acudir en nuestra ayuda.
–Yo quiero hash browns –dijo Newt por detrás de mí–. Las quiero relucientes por el aceite y con cobertura de queso. Las quiero con trocitos de beicon, gratinadas y cortadas en tiras.
–Lo que quieres es a Billy Talos –dije.
Me dio un codazo en el costado.
–Ya te he dicho que no hicieras más bromitas sobre el tema. ¡Dios! Además, no es verdad. Lo que quiero son las hash browns. Eso es todo. No hay más. Tengo hambre, y es un hambre que solo puedo saciar con un chute de hash browns, por eso vamos a volver al coche y vamos a recuperar el Enredos –salió caminando con paso decidido y Minho lo siguió.
Yo me quedé debajo del toldo durante un instante, pero al final decidí que era estúpido estar cabreado con mis amigos.
Cuando los alcancé, todos llevábamos las capuchas bien cerradas para protegernos de la fuerte corriente de viento que nos azotaba en la cara a medida que avanzábamos por la calle paralela a Sunrise. Teníamos que hablar a gritos para oírnos, y Newt dijo:
–Me alegro de que hayas decidido acompañarnos.
–Gracias –le contesté.
–¡Sinceramente –gritó–, las hash browns no valen nada si tú no estás!
Me reí y comenté que «Las hash browns no valen nada si tú no estás» era un nombre fantástico para un grupo de música.
–O para una canción –añadió Newt, y empezó a cantar en plan glam rock, levantó un guante a la altura de su cara y fingió que sujetaba un micrófono imaginario mientras cantaba una intensa balada a capela–. ¡Oh, freiré por ti! / Pero ahora lloro por ti / ¡Oh, nena, este plato era para dos! / ¡Me has roto el corazón! / ¡Estas hash browns no valen nada! / ¡Oooh!, ¡estas hash browns no valen nada, nooo! / ¡Estas hash browns no valen nada si tú no estás...!

*     *     *     *     *
Keun es un desgraciado con D mayúscula. He dicho.

Un milagro en Navidad|Newtmas+MinhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora