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Los bancos de nieve que se habían formado a ambos lados de Sunrise Avenue eran enormes, tan altos como el coche, y daba la sensación de que estábamos avanzando por el centro de un interminable tobogán helado. Minho y Newt permanecían callados; los tres estábamos concentrados en la carretera. Nos quedaban todavía unos cuantos kilómetros para llegar al centro, y la Waffle House estaba a un kilómetro y medio, en dirección este, en la salida de la interestatal.
Nuestro silencio se vio interrumpido por un rap de los noventa que sonó en el teléfono de Minho.
–Es Keun –dijo. Y puso el altavoz.
–Chicos, ¿dónde narices están?
Newt se inclinó hacia el móvil para que pudiera oírlo.
–Keun, mira por la ventana y dime qué ves.
–¡Te diré lo que no veo! ¡No los veo ni a ti, ni a Minho, ni a Thomas en el aparcamiento de la Waffle House! No se sabe nada de los colegas universitarios de Billy, pero Mitchell acaba de hablar con los gemelos: están a punto de girar por Sunrise.
–Entonces vamos bien, porque nosotros ya estamos en Sunrise –dije.
–Deprisa. ¡Las animadoras quieren su Enredos! Espera, un momento... Están ensayando la pirámide y necesitan que las vigile. Que las vigile, viejo. ¿Sabes qué significa eso? Si se caen, caerán en mis brazos. Tengo que dejarlos.
Oí el clic del teléfono cuando colgó.
–Pisa el acelerador –me ordenó Minho.
Me reí y mantuve la velocidad constante. Solo necesitábamos seguir en cabeza.
Para avanzar patinando con un SUV, Sunrise Avenue no está mal, porque, a diferencia de la mayoría de las calles en Gracetown, es bastante recta. Siguiendo las huellas de las ruedas de los otros coches, fui aumentando la velocidad poco a poco hasta alcanzar los cuarenta. Supuse que llegaríamos al centro al cabo de un par de minutos, y que estaríamos comiendo los gofres con queso especiales de Keun (que no estaban en el menú) pasados otros diez. Me puse a pensar en esos gofres con quesitos Kraft fundidos por encima, en su sabor dulce y salado al mismo tiempo, un sabor tan intenso y complejo que no podía compararse con otros sabores, solo con emociones. Gofres con queso, en eso pensaba; gofres con sabor a amor, pero sin el temor a la ruptura. Cuando llegamos a la curva de noventa grados de Sunrise Avenue, justo antes de entrar directamente en el centro de la ciudad, casi podía saborearlos.
Abordé la curva tal como me habían enseñado en la autoescuela: con las manos sobre el volante colocadas en las dos y diez. Lo giré ligeramente mientras apretaba con suavidad el pedal del freno.
Carla, sin embargo, no reacción como esperaba. Siguió avanzando en línea recta.
–Tommy –dijo Newt. Y luego–: Gira, Tommy, gira.
No dije nada. Seguía girando el volante hacia la derecha y pisando el freno. Empezamos a frenar cuando nos acercábamos al montículo, pero no nos desviamos lo más mínimo. En lugar de girar, nos estampamos contra una pared de nieve, y se oyó un ruido similar a un estampido ultrasónico.
«¡Maldita sea!» Carla quedó inclinada hacia la izquierda. El parabrisas estaba cubierto por una capa blanca moteada de gasolina.
En cuanto nos detuvimos, volví la cabeza de golpe y vi grandes fragmentos de nieve congelada que caían por detrás del coche y empezaban a enterrarnos. Reaccioné usando la clase de lenguaje sofisticado por el que se me conoce:
–Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda, mierda, mierda. Idiota, idiota, idiota, idiota, idiota, mierda.

Un milagro en Navidad|Newtmas+MinhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora