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Cuando presioné el botón de la puerta del garaje, fui consciente de la verdadera dimensión del desafío al que nos enfrentábamos: una pared de nieve de unos sesenta centímetros de alto se levantaba al otro lado de la puerta del garaje. Desde la llegada de Newt y Minho, más o menos a la hora de comer, debían de haberse acumulado unos cuarenta y cinco centímetros más de nieve.
Activé la tracción a las cuatro ruedas de Carla.
–Voy a... ¿Paso por encima con el coche?
–¡Vámonos! –gritó Minho desde el asiento trasero.
Newt había conseguido sentarse delante. Inspiré con fuerza y di marcha atrás. Carla se levantó un poco del suelo cuando empecé a rodar por la nieve, pero seguí de todas formas y empecé a retroceder por el camino de entrada a la casa.
A decir verdad, no conducía, más bien patinaba marcha atrás por encima de la nieve, pero alcancé mi objetivo. En muy poco tiempo, más por suerte que por destreza conductora, el coche se encontraba en la calzada, orientado, más o menos, en dirección a la Waffle House.
El asfalto estaba cubierto por una capa blanca de treinta centímetros de grosor. En nuestro vecindario no habían retirado la nieve ni habían echado sal.
–Esta es una manera muy estúpida de morir –comentó Newt.
Yo empezaba a estar de acuerdo con él.
Pero, desde el asiento trasero, Minho gritó:
–¡Espartanos! ¡Esta noche cenaremos en la Waffle House!
Asentí en silencio, puse la marcha automática en posición de conducción y pisé el acelerador. Las ruedas empezaron a girar sobre sí mismas, y de pronto salimos disparados. La nieve que caía cobró vida a la luz de los faros. No veía los bordillos de las aceras, ni mucho menos las líneas divisorias de carriles. Básicamente intentaba mantenerme en el espacio que quedaba entre los buzones de las casas.
Grove Park, nuestro barrio, es una especie de cuenco, y para salir de allí hay que ascender por una pendiente muy suave. Minho, Newt y yo nos criamos en Grove Park; había subido por aquella pendiente con el coche más de mil veces.
Por ello, no se me pasó por la cabeza que conducir por aquella pequeña elevación del terreno supusiera problema alguno. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que, por mucho que pisara el acelerador, no estábamos ascendiendo a toda velocidad. Empecé a sentir miedo.
Carla avanzaba cada vez más despacio. Yo pisaba el acelerador y oía como giraban las ruedas sobre la nieve. Minho soltó un taco. No obstante, seguíamos avanzando, aunque fuera a paso de tortuga, y de pronto vi el final de la cuesta y el negro pavimento de la autovía despejada de nieve ante nosotros.
–Venga, Carla –mascullé.
–Dale gas –sugirió Minho.
Pisé el acelerador, y las ruedas giraron aún más. De pronto, Carla dejó de subir.
Se hizo una larga pausa entre el momento en que Carla dejó de avanzar y cuando empezó a patinar con las ruedas bloqueadas, marcha atrás y colina abajo. Fue un tiempo de silencio, un instante para la contemplación. Por lo general, soy bastante reacio a correr riesgos. No me va eso de recorrer el Sendero de los Apalaches a pie, ni pasar el verano estudiando en Ecuador, ni me arriesgaría a comer sushi. De pequeño, cuando me desvelaba por alguna preocupación, mi madre siempre me decía: «¿Qué es lo peor que puede ocurrir?». A ella le parecía un buen consuelo, era su forma de hacerme ver que mis hipotéticos errores en los deberes de mates de segundo no comprometerían mi felicidad futura. Sin embargo, yo no lo interpretaba así. Cuando me lo decía, yo empezaba a pensar, lógicamente, en las peores consecuencias. Digamos que sí me preocupaban esos errores. Quizá mi profesora, la señorita Chapman, me gritase. Bueno, no me gritaría, pero sí expresaría su desilusión con tacto. Quizá esa forma tan atenta de manifestar su decepción me molestase. Y quizá rompería a llorar. Todos me llamarían llorica, lo que agravaría mi condición de marginado social y, fruto del rechazo, me engancharía a las drogas para olvidar. Cuando me tocara pasar a quinto, ya estaría enganchado a la heroína. Al final moriría. Esa era la peor de las consecuencias. Y podría ocurrir. Creía firmemente en esa forma de plantearme el futuro, aunque solo fuera para no engancharme a la heroína o morir, Pero, en aquella ocasión, lo había tirado todo por la borda. ¿Y por qué motivo? ¿Por unas animadoras a las que no conocía? No es que tuviera nada en contra de las animadoras, pero seguro que había mejores causas por las que sacrificarse.
Noté que Newt estaba mirándome, me volví hacia él, y tenía los ojos abiertos como platos, con cara de susto y puede que de cabreo. Y no fue hasta ese momento, sumido en el silencio del ambiente, en que me planteé la peor de las posibilidades. Era la siguiente: si llegaba a sobrevivir, mis padres me matarían por haber dejado el coche en siniestro total. Me castigarían durante años, décadas, seguramente. Trabajaría cientos de horas durante el verano para pagar la reparación del coche.
Entonces ocurrió lo inevitable. Carla empezó a deslizarse atrás hacia la casa, sin parar de colear. Yo pisaba el freno. Newt tiró del freno de mano, pero Carla seguía retrocediendo en plan eslalon, y solo de tanto en tanto reaccionaba a los frenéticos volantazos que yo iba dando.
Noté un ligero bache y supuse que nos habíamos subido a uno de los bordillos. A partir de entonces, seguimos retrocediendo por los patios de nuestros vecinos al tiempo que abríamos surcos en la nieve de la profundidad de los neumáticos. Rodábamos marcha atrás y veíamos pasar las casas, tan cerca que llegábamos a distinguir los adornos de los árboles de Navidad por las ventanas de los comedores. Carla esquivó, de milagro, una camioneta aparcada en el camino de entrada de una de las viviendas, y mientras veía buzones, coches y casas acercándose por el retrovisor, atisbé a Minho de refilón. Estaba sonriendo. Al final había sucedido lo peor. Lo cual, en cierto modo, resultaba reconfortante. En definitiva, algo en la sonrisa de mi amigo me hizo sonreír.
Me volví para echar un vistazo a Newt y levanté las manos del volante de golpe. Él sacudió la cabeza como si estuviera enfadado, aunque también sonreía. Para demostrarle hasta qué punto no controlaba a Carla, volví a coger el volante y empecé a girarlo con brusquedad hacia un lado y hacia el otro. Él rió un poco más.
–Estamos muy jodidos –dijo.
Entonces, de pronto, los frenos empezaron a funcionar, e hice fuerza contra el asiento para pisar el pedal hasta el fondo. Al final, a medida que el firme iba aplanándose, fuimos frenando hasta detenernos.
–¡Me cago en todo!, ¡no puedo creer que siga vivo! ¡No hemos muerto! –exclamaba Minho en voz muy alta.
Miré a mi alrededor para intentar centrarme. Más o menos a un metro y medio de la puerta del acompañante, se encontraba la casa de una pareja de jubilados, el señor y la señora Olney. Tenían una luz encendida, y al mirar con más detenimiento, vi a la señora Olney ataviada con un camisón blanco y la cara prácticamente pegada al cristal, mirándonos, boquiabierta. Newt la miró y le dedicó un saludo militar. Puse la palanca de cambio de Carla en el modo de conducción y salí con cautela del patio de los Olney para regresar a lo que esperaba que fuera la calzada. Moví la palanca al modo de estacionamiento y retiré mis temblorosas manos del volante.
–Vale –dijo Minho, intentando tranquilizarse–. Vale. Vale. Vale –tomó aire y añadió–: ¡Ha sido increíble! ¡Ha sido la mejor montaña rusa de mi vida!
–Yo estoy intentando no hacérmelo encima –contesté.
Estaba dispuesto a volver a casa, de regreso a nuestras pelis de James Bond. Quería quedarme levantado hasta medianoche, comer palomitas, dormir un par de horas, pasar la Navidad con Newt y sus padres. Podría vivir sin la compañía de animadoras de diecisiete años y medio de Pensilvania. Lograría sobrevivir un día más sin ellas.
Minho siguió hablando.
–No paraba de pensar: «Viejo, voy a palmar llevando un mono de color azul celeste. Mi madre tendrá que identificar mi cadáver y va a pasarse el resto de su vida pensando que, en la intimidad, a su hijo le gustaba vestirse como una estrella del porno de los años setenta preparada para el frío polar».
–Creo que puedo pasar una noche sin comer hash browns –añadió Newt.
–Sí –dije–. Sí.
Minho protestó en voz alta diciendo que quería volver a montar en la montaña rusa, pero yo ya había tenido bastante. Me temblaba el dedo cuando presioné el botón de marcación rápida para llamar a Keun.
–Oye, hermano, ni siquiera podemos salir de Grove Park. Hay demasiada nieve.
–Thomas –respondió Keun–, esfuérzate un poco más. Los amigos de Mitchell ni siquiera habrán salido, no lo creo. Además, Billy ha llamado a un par de universitarios a los que conoce y les ha dicho que traigan un barril de cerveza, porque estas chicas tan encantadoras solo se dignarían a hablar con Billy si estuvieran borra... ¡Eh! Perdón, Billy acaba de pegarme con su gorra de papel. ¡Soy el ayudante del encargado en funciones, Billy! Informaré de tu comporta... ¡Eh! Bueno, da lo mismo, tú ven. No quiero quedarme aquí atrapado con Billy y un montón de borrachos. El restaurante quedará hecho una ruina, y me despedirán y... Por favor...
Desde la parte trasera del coche, Minho canturreaba:
–¡Montaña rusa! ¡Montaña rusa! ¡Montaña rusa!
Cerré el teléfono y me volví hacia Newt. Estaba a punto de iniciar la campaña para convencerlos de irnos a casa cuando volvió a sonarme el móvil. Era mi madre.
–No hemos conseguido el coche. Volvemos al hotel –añadió–. Solo quedan ochenta minutos para que sea navidad, y yo iba a esperar, pero tu padre está cansado y quiere acostarse, por eso vamos a felicitarte ya –mi padre se acercó al teléfono, y oí su desganado «Feliz Navidad», una octava por debajo del jubiloso saludo de mi madre.
–Feliz Navidad –respondí–. Llámenme si surge algo. Todavía nos quedan dos pelis más de Bond por ver –justo antes de que mi madre colgara, me sonó el tono de llamada en espera. Era Keun. Puse el manos libres.
–Dime que ya han salido de Grove Park.
–Viejo, pero si acabas de llamar. Todavía estamos a los pies de la cuesta –dije–. Me parece que nos vamos para casa.
–Vengan. ¡Ya! Acabo de enterarme de a quién ha invitado Mitchell: a Will y Tim Reston. Vienen para acá. Todavía pueden llegar antes que ellos. ¡Sé que pueden! ¡Tienen que hacerlo! ¡No pienso dejar que mi animadísimo milagro de Navidad se frustre por culpa de los gemelos Reston!
Y colgó. Keun solía dramatizar mucho, aunque en esa ocasión entendía su preocupación. Los gemelos Reston podían fastidiarlo prácticamente todo. Will y Tim Reston eran una pareja de gemelos idénticos que no se parecían absolutamente en nada. Will pesaba más de ciento treinta kilos, aunque no estaba gordo. Era fuertote y muy rápido, por eso era el mejor jugador de fútbol de nuestro equipo. Tim, por otro lado, cabía de cuerpo entero en una sola pierna de los vaqueros de Will, pero lo que le faltaba de corpulencia lo compensaba con creces con una agresividad brutal. Cuando estábamos en primaria, Will y Tim libraban peleas épicas entre ellos en la cancha de baloncesto. No creo que ninguno de los dos conservara sus auténticos dientes.
Newt se volvió hacia mí.
–Vale, esto ya no solo tiene que ver con nosotros, ni con las animadoras. Ahora lo que importa es proteger a Keun de los gemelos Reston.
–Si se quedan encerrados por la nieve unos días en la Waffle House y empieza a escasear la comida, ya saben qué va a pasar –dijo Minho.
Newt siguió la broma. Eso se le daba bien.
–Tendrán que practicar el canibalismo. Y Keun será el primero en caer.
Negué con la cabeza.
–Pero el coche...
–Piensa en las animadoras –imploró Minho.
Sin embargo, yo no estaba pensando en ellas cuando asentí en silencio. Estaba pensando en remontar la cuesta, en llegar a las calles despejadas de nieve que nos llevarían a cualquier parte.

Un milagro en Navidad|Newtmas+MinhoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora