-Creo que me va a dar un síncope – dijo Álvaro al otro lado del teléfono. Sonaba como si le faltara el aire.
-Eres un exagerado – contesté – Actúas como si se te hubiera quemado el pelo o algo.
Acababa de contarle lo de mi próxima cita con Clooney. Por supuesto había esperado un tiempo prudencial para contárselo (un día), y a estar a una distancia también prudencial (mi oficina y por teléfono). Llamadme loca, pero había aprendido a valorar mi pelo. Sabía que sólo había dos reacciones posibles, la dramática de chillar, insultarme y tratar de sobornarme para que no saliera con el médico, o la aún más dramática de fingir que el mundo se acababa y que ya no había razón para seguir viviendo. Y algún insulto claro. Evidentemente Álvaro optó por la segunda opción.
-¡Esto es peor que si se me hubiese quemado el pelo! – chilló – Qué te crees, ¿qué serás capaz de aguantar una cita entera sin eructar, sin confundir la torre de Babel con la academia de idiomas que hay al otro lado de tu casa o sin cagarte en la puta?
No es que quisiera entrar en la pelea, pero lo de la torre de Babel había sido una equivocación sincera, y así quise hacérselo saber.
-Aquél tío dijo que fue un error muy mono – le recordé.
-¿Y acaso volvió a llamarte? – me preguntó.
-¿Acaso vuelve a llamarme alguien alguna vez? – contesté en un tono un tanto beligerante, tratando de hacerle ver lo absurdo de su pregunta.
Nos quedamos los dos callados, yo buscando las galletitas redondas en la lata que había comprando antes de subir a la oficina, y Álvaro probablemente depilándose las cejas.
-¿Qué te vas a poner? – me preguntó por fin.
-No lo sé...
-Creo que deberías ponerte aquellos vaqueros que te compraste cuando fuimos a Lisboa. Te hacen un culo maravilloso.
Dejé de buscar galletas y sonreí.
-Pensaba que no querías que le impresionara – le dije, audiblemente emocionada.
-Verás, cielo, no se puede estar tratando siempre de evitar lo inevitable. Resulta agotador – me dijo él – Además, esta situación ya caerá por su propio peso.
Me reí y le di las gracias. Él me contestó que me quería y que me pasara por su casa antes de quedar con Clooney, que me ayudaría a estar perfecta para la que, esperábamos los dos, fuera una cita memorable.
Colgué el teléfono justo en el momento en el que mi jefe apareció por la puerta, lo cual fue una suerte porque no me quedaban monedas para echar en el bote de las llamadas privadas. No lo fue tanto en que no me dio tiempo a esconder la caja de las galletas.
-¡Galletas danesas! – de una zancada estuvo a mi lado y me arrebató la caja de las manos. Cualquiera diría que ganaba un dineral.
-Adelante, sírvete – me esforcé todo lo que pude para que el sarcasmo fuera plenamente audible en mi voz.
Mi jefe me miró desde las alturas y frunció el entrecejo. Sentí unas ganas irrefrenables de gritarle "¡hijo, no frunzas el ceño, que luego te quedan arrugas!". Pero entonces recordé que las drogas envejecen a la gente y que decirle eso era probablemente algo superfluo, además de increíblemente estúpido.
-Ana, no seas impertinente – Dios, cómo odio esa palabra – En esta vida hay que saber compartir.
A través de su sonrisa pude ver la masa de galleta masticada, mi galleta masticada, y no pude evitarlo.
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El Príncipe Verde también existe - ISABEL DAGO
ChickLitAna es una chica del montón, de las del montón de verdad, sin un cuerpo de escándalo ni unas mechas de 300 euros, que en pocos meses pierde su negocio, al que creía que era el amor de su vida, y que se ve obligada a aceptar un trabajo de secretaria...