8.

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Muchos años atrás, antes de Erick, Lucas, y toda esta locura del cambio de vida, cuando aún eran solamente ella, papá y mamá, las mañanas de fin de semana de Grace se caracterizaban por el olor a panqueques colándose hasta su cuarto, y el sonar de varios sartenes chocando en la cocina. Con el paso del tiempo, este olor fue desapareciendo, y la bulla de los sartenes era ahora sustituida por los gritos entre su madre y Erick.

Sus dudas entre sí salir o no de la habitación (la cual era casi ya como un refugio para ella) fueron resueltas al escuchar un objeto de vidrio, probablemente el jarrón de la mesita de la sala, estrellándose contra el piso.

– ¿¡A dónde coño te vas!?

– ¡Lo más lejos que pueda irme! No soy tan imbécil como tú, que crees que tus mierdas de identificaciones van a durar para siempre.

– ¿¡Y por qué no, ah!? No hemos tenido ni un solo problema en todo el año. – Erick no le hacía caso, seguía sacando bolsos de su cuarto y llevándolos hasta la entrada de la casa. – ¡Si te vas voy a denunciarte con la policía! –Se dio cuenta del gran fallo que era su amenaza apenas salió de su boca.

– ¿¡Y qué mierda vas a hacer con denunciarme, eh!? ¡Dime! ¿O crees que van a ser tan estúpidos como para no relacionar todo esto contigo? ¿O será que el esposo tuyo estuvo en el “accidente” por pura casualidad de la vida, Cristina? – El hombre escupió el nombre en la cara de la temblorosa mujer con puro desprecio, porque era todo lo que sentía por ella ahora, desprecio. – Estás atada de manos, pero yo no. No voy a estar arriesgando el resto de mi vida por tus ridículas ideas, ¿me estas escuchando? Si tú te quieres quedar ese es problema tuyo, ¡Pero yo me voy hoy mismo!

– ¡No, por favor, no! – La mujer cayó de rodillas. – Entonces me voy contigo. Escapemos, lejos, a donde tú quieras. No importa. – Toda ella era un manojo de nervios y lagrimas. Se rehusaba a perderlo a él también. Arrastrándose, se acercó a Erick y lo abrazó por la pierna.

– ¡Suéltame! ¡Yo no me voy a ningún lado con esa niña tuya!

– ¡Entonces que no se venga con nosotros! ¡Seremos solo los dos! Los del servicio social pueden hacerse cargo de ella. Vámonos, Erick, pero por favor no me dejes ¡Por favor, no! – Mientras su madre lloraba y se retorcía rogando, Grace lo escuchaba todo desde la puerta de su cuarto ¿Su mamá en serio pensaba dejarla sola? No, esto era de mentira. Se pellizcó el brazo, pensando que así podría despertar de aquella pesadilla, no sabía si en realidad serviría, pero veía que lo hacían mucho en televisión. Los gritos crecían y notaba como sus palmas se volvían sudorosas, como su pecho dolía y le costaba un poco respirar. Abrió la ventana buscando aire fresco. – ¡Te dije que me soltaras, maldita perra! – Para ser sinceros, los golpes habían tardado en llegar.

Uno tras otro se escuchaban, cada uno más fuerte que el anterior. Los puños caían con odio y se levantaban con sangre.

– ¡Es todo tu culpa, toda tu maldita culpa!

No encontraba a Lucas por ningún lado, no estaba en la cama o debajo de esta, no estaba en el baño ni cerca de la puerta. A tumbos, llegó al armario para abrirlo y desesperada empezó a revolver y lanzar ropa afuera de este. Necesitaba a su muñeco, ahora más que nunca. Justo cuando lo encontró, arriba del armario y mirando hacia ella, las sirenas de policía se hicieron escuchar.

Entraron tumbando la puerta a golpes. Cuando presenciaron la escena que se desarrollaba en la sala procedieron rápidamente a apartar al hombre de su supuesta pareja.

– ¡Es su culpa! ¡Es toda su puta culpa! ¡Llévensela, llévense a esa perra! – En ese momento, Erick era la representación de la rabia en su más puro estado. Después de tanto tiempo, tantos años de haberle llenado los oídos a su mujer con nada más que lo que ella quería escuchar.

“No volverá a pasar.”

“Te amo, te juro que te amo y esta es la última vez. Te lo prometo.”

Pero no era cierto, ella se merecía cada golpe, ¡era una maldita infiel! Y luego llegó Cristina. Ella lo había empujado hasta el límite ¡Ella era la única culpable de todo esto! Él tuvo que haber escapado, pudo haberse zafado y decidió quedarse, pero ese era un error que iba a corregir ahora mismo. Todos estos pensamientos pasaron por su cabeza tan rápido como la bala que atravesó el pecho de la mujer una vez que consiguió hacerse con el arma del policía que lo tenía sujeto.

Lo último que escuchó Cristina fueron gritos.

Gritos, por parte del nuevo amor de su vida, diciéndole que era una maldita. Gritos provenientes de la policía, diciéndole a este que entregara el arma. Gritos que venían de la niña encerrada en la habitación de al lado, la cual ni siquiera era consciente de que estaba contribuyendo con aquel griterío, y que en realidad no ocupaba ni el último puesto en la lista de  preocupaciones de aquella mujer.

Gritos, que se juntaron y luego desaparecieron para siempre.

Había una vez.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora