S02E06: El banquete del enemigo

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Hora de despertarse, remolona – Diego, el baterista de "Hijos de la Noche", descalzo y en ropa interior, chilla en un tono demasiado familiar, como si estuviera jugando, algo que a Laura no va a gustarle ni un poquito.
Parece que tu jefe decidió que ni siquiera va a venir él a torturarme en persona – protesta Laura al otro lado de los barrotes que la tienen encerrada en una mazmorra inaccesible en el subsuelo de El Viñedo – Entonces, envía un lacayo.
¡No soy su lacayo! – ruge el baterista.
¿Ah, no? – ciertamente la cazadora devenida en vampiro sabe cómo manipular.
¡No! ¡Somos amigos!
Me imagino. Por eso él anda en autos de lujo y usa la mejor ropa, pero me envía un sirviente en calzones.
Es una opción personal – Diego suena orgulloso – Un estilo.
Sí, claro.

Por un momento se hace silencio y, aunque Laura no le despega la mirada, el músico acaba por bajar la vista y concentrarse en un punto invisible entre sus pies. Hasta que, finalmente, recuerda por qué tuvo que bajar. En efecto, Milo se lo ordenó. No, no se lo ordenó. Se lo encomendó. Como una misión. Una de esas que solo se le encargan a gente de confianza. "Su cena, señora", dice finalmente, haciendo pasar por una trampa entre los barrotes una caja de cartón, esa misma que Milo le diera con la instrucción precisa: "dale de comer a la alimaña que tenemos en el sótano".
Laura tiene hambre, aunque hasta el momento no lo había notado. La adrenalina constante –si es que los vampiros siguen segregando adrenalina y otras hormonas, cosa que por un segundo duda– la ha mantenido alerta al punto que ha olvidado que hace demasiadas horas que no come. Nada. Ni comida humana ni "de lo otro", como ella misma le llama dentro de su cabeza al manjar más sabroso, ese que desde su humanidad quiere evitar, pero que desde su cuerpo inmortal necesita con desesperación: la sangre.
Sin embargo, pese al hambre, Laura mira con desconfianza la caja. No está segura de si es cierto o solo un truco de su mente, pero está casi segura de que ve la caja moverse. De hecho, finalmente oye, desde adentro del cartón sucio, una serie de chillidos que la hacen soltar un alarido de espanto. Al otro lado de los barrotes, Diego se ríe, pero sofoca la carcajada en el momento en que ella supera el miedo y lo apuñala con una mirada de fuego, cargada de algo que no es exactamente odio –no sabe del todo qué es, aunque supone que quizás sea rencor– pero que se le parece bastante. Armada de un nuevo coraje, Laura respira profundo y levanta la tapa de la caja. Adentro hay tres ratas pardas y enormes, peleándose entre sí. Una, de hecho, le clava los dientes tras la oreja a otra y la hace sangrar. El líquido púrpura que brota hace que a Laura le haga ruido el estómago, pero la sola visión de los animales la pone al borde del vómito de repulsión.
Por un instante, le cuesta controlar sus instintos (de hecho, desde aquella noche fatídica en que la mordiera el padre de Milo, se le ha vuelto trabajoso), pero veinte años de trabajo en la Agencia sirven para aprenderse un par de trucos. Y sabe exactamente qué tiene que hacer.
Con las dos manos se cubre la boca. Con la punta del pie desnudo cierra la tapa de la caja. Retrocede lentamente sin dejar de mirar la caja, hasta que su espalda se apoya contra la húmeda y despareja pared de piedra infernal. Lentamente, y sin despegar nunca la mirada de la caja o los dedos de su boca, se desliza hacia abajo hasta terminar sentada. Ahora sí, el toque final: las lágrimas. Copiosas y simultáneas, desde ambos ojos. Lágrimas gordas y agrias que le embadurnan la cara y mueren contra los dedos con los que insiste en taparse la boca.
Al otro lado de las rejas, el baterista la mira asombrado. Analiza la situación. Duda. Va y viene entre la reja y la arcada que da acceso a la escalera que, en unos pocos pasos, lo devolvería a la superficie. Camina de un lado al otro sin saber qué hacer. Por lo bajo y entre dientes, murmura una jeringosa que bien podría ser una lengua extranjera, una colección de improperios o ambas cosas al mismo tiempo. Finalmente, metiendo la mano por la trampa entre los barrotes, recupera la caja.
(La mano de Diego está dentro del calabozo apenas unos segundos, Laura sabe que, si se abalanza, tiene tiempo de sobra para saltar, tomarlo de la muñeca y –quizás– hasta romperle el brazo, pero ¿qué lograría con eso? Él seguiría afuera, y furioso, y ella seguiría adentro, y hambrienta)
Desde su rincón, Laura puede escuchar todos los movimientos del baterista, que sube la escalera refunfuñando y a las zancadas. Oye también, en un espacio que debe estar apenas por encima de la celda, un tintineo como de cristalería. El sonido la deja perpleja pero, aunque ella no lo sabe, tiene todo el sentido del mundo: El Viñedo es exactamente eso, una finca con plantaciones de uva e instalaciones para producir vino; de hecho el calabozo no es más que una antigua cava reconvertida. Y hay copas. Para degustar vino. O algún otro trago.
Tras el tintineo del cristal, el siguiente sonido que le llega a Laura es el del chillido de una rata, que parece furiosa, aunque cesa de golpe. Lo que le sigue es un ruido difícil de clasificar. Se parece a la versión amplificada del murmullo que hace un limón o una naranja cuando se los exprime, como si la mano de un gigante aplastara una esponja del tamaño de un Volkswagen. Cuando finalmente Diego baja la escalera, Laura ve y entiende: sobre una bandeja, trae una copa con un líquido rojo. Y tiene las manos ensangrentadas.
En un silencio furioso, el baterista pasa la copa por entre los barrotes y la deja en el piso. Luego, se retira hasta el otro extremo de la habitación, de su lado de las rejas y también se sienta en el piso, flexionando las piernas de modo que le cubren el cuerpo semidesnudo –y ensangrentado por las salpicaduras de la rata que acaba de exprimir– y se abraza a sus propias rodillas. Al otro lado, Laura, que tiene claros todos los códigos y todos los comportamientos, que maneja el lenguaje corporal como nadie, en vez de ponerse de pie, se arrastra sobre pies y manos, como un bebé, hasta la copa. La toma con las dos manos y bebe, de un solo trago y hasta el final. Cuando termina, reprime un eructo y se seca los labios con el dorso de la mano.
Con una sonrisa ligeramente seductora, finalmente levanta la mirada hasta hacer contacto visual con el músico.
Gracias – dice ella.
Por nada – gruñe él, al tiempo que se pone de pie y abandona el calabozo casi corriendo.

En la cocina de la caza de Zoe, a Christian aún le cuesta recuperarse de cuánto lo ha hecho sonrojar su compañera Eli y, de hecho, aún la mira, de tanto en tanto, a través de la extensión de la cocina, entre la admiración y el rencor. Zoe tampoco está del todo cómoda con la idea. Sabe que algo no está del todo bien, aunque le tomará algún tiempo convertir esa cosquilla en el patio de atrás del subconsciente en una idea concreta que defina qué es lo que le molesta. Lo que la perturba es que, aunque apenas se haya ausentado unos meses, poco menos de un año, ya hay otra chica en la vida de Christian; una que lo conoce en profundidad, al punto de poder burlarse de él con cierta impunidad, que lo ve todos los días, que comparte con él códigos que solo ellos entienden. Pero, por lo pronto, lo único que Zoe siente cada vez que mira a Eli es una llamarada en el estómago que se parece a la acidez, pero también a la tristeza.
Christian sigue muy concentrado en el contenido de la caja secreta detrás del microondas. No hay gran cosa: pasaportes con distintos nombres y nacionalidades, aunque todos con la foto de Walter (otro procedimiento standard desde los tiempos de James Bond para todas las agencias que operan en secreto), una valija con equipo para trabajo de campo (está algo golpeada, se nota que su propietario llevaba tiempo en la lucha) y un mapa.
Mientras Christian revisa la valija –faltan algunos artículos, que seguro Walter llevaba encima al momento de su muerte– Eli se concentra en el mapa mientras Zoe se limita a mirarlos con algo parecido al desconcierto.

Es extraño – murmura Eli, con la vista fija en el vacío, como si mirara a través del mapa.
¿Qué cosa? – pregunta Christian, sin despegar los ojos de la vieja marcadora de paintball de Walter, que sostiene en una mano mientras, con la otra, comprueba todos los mecanismos.
Este mapa.
¿Por qué? – interviene Zoe.
Porque... – Eli pone cara de fastidio mientras, dentro de su mente, se pregunta si tiene alguna obligación de darle explicaciones a la chica, ante lo cual acaba cediendo en un segundo, mera cortesía – Porque este mapa no es equipo de la Agencia.
¿Y?
Que, sin embargo, lo tenía guardado en la caja de seguridad, algún valor tiene que tener, pero yo no logro encontrárselo.

Eli suena frustrada y a Zoe le parece entre divertido y estúpido que a la nueva "amiguita" de Christian –así la percibe dentro de su mente– la ponga mal tan poca cosa. Pero enseguida la cazadora de vampiros ha dejado el mapa sobre la mesa de la cocina y, en cambio, mira a Zoe con gesto desafiante. "Seguro escuchó lo que pensé", se arrepiente Zoe para sus adentros. La mirada lascerante de la "amiguita" le confirma que sí.
El mapa no parece gran cosa: solo una parte de la ciudad, el aeropuerto y las rutas que llevan a las afueras, incluyendo algunas zonas fabriles y rurales. Parece viejo, como sacado de la guantera de un coche en una película de Hitchcock; está arrugado y algo roto, y tiene algunas manchas de colores extravagantes que podrían ser tanto de café como de sangre (o de masa encefálica desparramada, a esta altura de los acontecimientos, Zoe no va a asombrarse de nada).
Desconcertada e impaciente, Zoe toma el mapa de la mesa. Piensa en darlo vuelta o en levantarlo y ponerlo al contraluz. Quizás al dorso o en alguna clase de tinta invisible –"muy Goonies", piensa Eli, que le está leyendo la mente a Zoe a cada paso– haya indicaciones. Pero nada de eso es necesario. Con solo tocarlo, un punto en el mapa comienza a brillar. Zoe se asusta y suelta sobre la mesa. Se limpia las manos en la ropa, como si hubiera tocado algo sucio, lo que hace que Christian y Eli coreen una risita. "Con razón Walter guardaba esto en la caja", murmura Eli mientras toma el mapa. Pero, ante su decepción, cuando ella lo tiene en la mano, nada se ilumina. Mira desconcertada, lo da vueltas, lo pone ahora sí a contraluz, y nada. Christian prácticamente se lo arranca de las manos. Ahora siente curiosidad y él también quiere probar. Pero no. Nada. Finalmente, con un gesto que encierra toda la humildad del mundo, vuelve a ofrecerle el mapa a Zoe.
En cuanto ella lo toca, un punto en las montañas, al final de una ruta, lejos de la ciudad, vuelve a brillar con fuerza.

Hijos de la OscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora