Los jefes del clan le ordenaron que dejara a la chica en paz. A partir de ese momento tenía prohibido aparecerse en los alrededores de su cueva. Inclusive le vetaron la posibilidad de cazar los ciervos que vivían en las cercanías. Lo conocían muy bien, sabían que era un pretexto para verla.
Frente a él lucían severos aunque, según le había comentado Luna, su hermana mayor, se reían igual que los demás, haciéndose la misma pregunta que el resto:
—¿Cómo le puede gustar a Ur esa extraña si es tan fea?
No entendían que los rasgos que a ellos les causaban risa y aversión, precisamente eran los que más lo fascinaban. La muchacha debía de tener dieciséis, su misma edad. Acariciaba con la vista su piel blanca, mucho más clara que la de él, pensando que debajo de la mano sería tan suave como la espuma del mar que veía al despertar. Quería perderse en los ojos del color del cielo cuando amenazaba tormenta, que se resguardaban detrás de sus arcos un poco pronunciados, como si tuvieran vergüenza.
A veces soñaba y abrazaba la piel de oso, dormido, creyendo que era el cuerpo de ella. Por desgracia regresaba a la realidad en el momento justo en el que rozaba con el suyo el rostro liso y sin mentón de su chica. Era suya, dijeran lo que dijesen.
Estaba seguro de que ella intuía su presencia, mientras intentaba atrapar conejos o asir algún pez esquivo entre las manos, con las olas rompiendo a la altura de las rodillas. Se atrevía a jurar, por la diosa madre, que no era ajena a él en tanto permanecía escondido detrás de las rocas.
Se escapaba de las cacerías para contemplarla por las mañanas, desnuda, cuando se bañaba en el lago cercano. A pesar de que era bastante más baja que las mujeres de su clan, sus caderas y piernas robustas lo atraían y lo dejaban babeando, hasta que algún peligro lo obligaba a entrar en estado de alerta.
Además, al observarlas y detener la mirada en los pechos, se animaba a asegurar que era capaz de darle un montón de hijos sanos como ella. Uniría su fuerza y determinación a la astucia de Ur, que era descendiente de los hombres que venían del otro lado del mar. Lo atestiguaban cientos de historias que iban de padres a hijos y que contaban por la noche sentados alrededor de la fogata. La mayoría de ellas acerca de las fieras salvajes a las que se debieron enfrentar y del líquido que había tragado a hombres y mujeres valientes.
Debido a la prohibición, cuando la vio luchando dentro del agua como de ordinario, decidió seguir sus instintos y hacer caso omiso de la opinión de los demás.
Salió de su escondite, empuñando la lanza corta. Se acercó a la joven sacando pecho y estirándose lo más posible, como si quisiese atrapar una gaviota con la boca. No tenía la musculatura de los compañeros de la muchacha pero era más alto que ellos y un cazador de primera. Sin titubear, ensartó con la punta afilada el pez que tanto se le resistía.
Luego se lo entregó, diciendo al mismo tiempo:
—Tuyo.
Ella le sonrió. Los dientes le brillaron entre sus labios gruesos, como el sol después de una lluvia furiosa con truenos y relámpagos. En agradecimiento le tocó la cara, con dulzura, y se alejó del sitio corriendo.
ESTÁS LEYENDO
Y la vida sigue...(Desafíos, cuentos y microrrelatos).
NouvellesAfortunadamente, siempre me están proponiendo nuevos retos que me conducen hacia mi género favorito, el paranormal. Inicio esta obra con el desafío de mi querida amiga @rosaimee, que me lleva hacia un campamento de terror. Registro todos los cue...