20- Luna de miel en Alemania (Dinámica 3 #ConcursoSpaceAnglsAwards).

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   En esta tercera dinámica hay que escribir un cuento entre 800 y 1.500 palabras, que cause risa y que comience con la siguiente frase:

« Estoy parada en la ventana de mi cocina... ».

  Estoy parada en la ventana de mi cocina, iniciando el tercer día de casada

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  Estoy parada en la ventana de mi cocina, iniciando el tercer día de casada. Mejor dicho, en la cocina del aparthotel que alquilamos con mi bomboncito en la Marienplatz de Munich. Pensábamos quedarnos aquí durante una quincena y luego partir hacia Berlín, aunque es posible que nos echen antes: hemos traído el caos con nosotros. ¡Vaya torpeza!

  Aspiro hondo y el perfume del ambientador, con un dejo a limón, me hace estornudar. ¿Quién me diría que llevar una casa sería tan difícil? Y eso que tenemos media pensión y que la limpieza y el arreglo de las camas lo realiza el servicio de habitaciones, a nosotros solo nos toca organizar simples cenas. Acordamos antes de viajar que cocinaríamos los dos, amorosamente y aprendiendo juntos, combinando cada receta con abrazos románticos. La primera comida se trataba de algo sencillo, para empezar, hamburguesas completas, es decir, con queso, bacon, lechuga, tomate, cebolla, jamón serrano y huevo frito.

—¿Qué tal, mi amor, si fríes el bacon y el huevo y yo voy preparando lo demás? —me preguntó Fran, mi media naranja.

—¡Claro, cariño, me pongo a ello! —exclamé con alegría, dejando la plancha sobre la mesada; había acabado de alisar mi blusa de las arrugas que había provocado tenerla amasada dentro de la maleta.

  Por supuesto lo más importante, antes de emprender la tarea, fue besarnos. Me daba mordisquitos en el cuello y me frotaba la oreja con la lengua, haciendo que el calor me recorriera todo el cuerpo, igual que si estuviese en contacto con una estufa. Deseábamos tanto estar juntos durante las veinticuatro horas que, a pesar del desconcierto de nuestros amigos, nos casamos a los seis meses de habernos conocido y con solo veintidós años. Y no nos arrepentíamos, todo lo contrario, nos parecía imposible que antes viviéramos cada uno por su lado, ignorando la existencia del otro.

  Con gracia, puse un poco de aceite en la sartén, haciéndole un guiño a mi corazón, que respondió achuchándome de nuevo.

—Voy cocinando las hamburguesas —manifestó con la voz ronca y se apartó porque, de lo contrario, las caricias se intensificarían y allí no habría quien cocinara.

  Me dije a mí misma que tan difícil no era. El bacon chisporroteaba con alegría y parecía crocante al tacto, además de que el aroma resultaba tan agradable que las tripas me crujían sin descanso. A pesar de que mi madre me advirtió mil veces que tuviera cuidado porque, como hija única y consentida, nunca había hervido ni un huevo, supuse que exageraba. Mis dotes culinarias acababan en hervirme la leche para el café y calentarme el agua para el té pero ahora, al lado de mi alma gemela, me sentía una chef de cinco estrellas Michelín.

—¡Mira, cariño! —grité, mientras hacía dar vuelta los trozos fritos en el aire.

  No conté con la ley de la gravedad y la fuerza que debía ponerle a la muñeca: los pedazos salieron disparados por el aire, como si tuvieran vida propia, y uno se quedó pegado a la plancha de la ropa que, sin darme cuenta, había dejado encendida.

—¡Joder, amor! —chilló Fran, pues el bacon empezó a arder allí y, sin darnos cuenta, se propagó hacia las cortinas en un santiamén y luego por toda la sala, haciéndonos casi ahogar con la tos.

  En pocos minutos los dispositivos anti-incendio inundaron la habitación con agua, tanta que parecía que se había declarado el diluvio universal. Al mismo tiempo en el pasillo sonaba la alarma y voces en todos los idiomas gritaban algo ininteligible, todas a la vez. El gerente golpeó la puerta: nos conminó a que saliéramos a las corridas hacia el hall del hotel, observándonos con sospecha.

  Ya en la calle, los bomberos bajaban a toda prisa de varios camiones cisterna. Mientras, nosotros, en lencería provocativa y bóxer ajustado, contemplábamos perplejos el lío que habíamos originado. Yo, entretanto, consideraba que debía haberle hecho caso a mamá y aprender a cocinar antes de contraer matrimonio, para que al menos uno de los dos se pudiese apañar.

—Te amo —me susurró Fran en el oído, abrazándome, y ya no me molestaron los codazos, las miradas y las risas de los turistas, a los que habíamos arrancado de sus rutinas, ni la regañina de los bomberos y del personal del lugar, al que habíamos hecho trabajar a marchas forzadas.

  Nos cambiaron de sitio, el que habíamos ocupado se encontraba inservible. Era una especie de suite, mucho más bonita que la anterior, lo que permitió que, entre caricias y más caricias, pronto nos olvidáramos del incidente. Así que, el segundo día, decidimos simplificar la tarea para elaborar nuestra última comida y optamos por simples bocatas, lejos del fuego. Sin embargo, cuando Fran llevaba las bebidas hasta la mesa se le resbaló una: se hizo trizas contra el suelo. Al intentar cogerla trastabilló y cayó de bruces. Corrí para ayudarlo y rodé sobre él. Afortunadamente nos arreglamos solos y no tuvimos que llamar a los bomberos pero nos cortamos con los cristales, él en la muñeca y yo en la pierna. Tuvimos que pedirle al gerente, que nos miraba con resignación, que llamara un taxi (en alemán) para ir hasta urgencias, donde nos dieron muchos puntos.

  Hoy lo espero con impaciencia y cierta dosis de miedo. ¿Cómo la liaremos esta noche? Él se está duchando. A los diez minutos sale envuelto en una enorme toalla y con las gotas rodándole por la piel desde el cuello. Me pregunta:

—¿Qué te parece, amor mío, si desde ahora en adelante llamamos al servicio de habitaciones? Cuando volvamos a Madrid hacemos juntos un curso de cocina.

  ¿Verdad que es un cielo? 

  ¿Verdad que es un cielo? 

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Y la vida sigue...(Desafíos, cuentos y microrrelatos).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora