Para llegar hasta la caja donde se deposita el correo —una cauta clavada junto al mostrador de los revisores— este viernes por la noche molesto a un apuesto chulillo con gorra, uno de los tipos clásicos que abundan en el barrio.
A pesar de hallarse popularizada su imagen por la caricatura, el teatro y el café cantante, el chulo permanece fiel al jersey o a la camisa de color sin cuello, a la gorra, a la chaqueta que las manos, sumergidas en los bolsillos, ciñen tentadoramente en las caderas, al cigarrillo apagado y las silenciosas babuchas.
Estos tipos llenan, sábados y domingos, la mitad de nuestro Empyrée Clichy, rodeando el anfiteatro y sueltan dos francos veinticinco para poder reservar las sillas de rejilla que dan al escenario. Son espectadores fieles, apasionados, que dialogan con los artistas, los silban, los aclaman y saben colocar la frase picante, la exclamación escatológica que desencadena el entusiasmo de toda la sala.
Suele suceder que su éxito les embriaga y entonces las cosas acaban en tumulto. De una galería a la otra se cambian en sabroso argot las frases estudiadas, luego gritos, y a éstos siguen los proyectiles, precursores de la inmediata llegada de los agentes de policía. Conviene que el artista en escena espere, impasible el rostro y modesto el talante, el final de la tempestad, si no quiere ver como cambian las trayectorias de las naranjas, de los programas hechos una bola y de la calderilla. La más elemental prudencia le aconseja asimismo no proseguir con la canción interrumpida.
Pero, repito, éstas son breves tormentas, escaramuzas reservadas a sábados y domingos. El servicio de orden funciona muy bien en el Empyrée Clichy, donde se siente el puño de madame la Directora — ¡el ama!
Morena y vivaracha, cubierta de joyas, el ama reina esta noche como todas en su visita de inspección. Sus ojos ágiles y brillantes lo ven todo, y los mozos no se atreven a olvidar, por las mañanas, polvo en los rincones oscuros. En este momento, esos terribles ojos fulminan a un típico, robusto y notable apache llegado para adquirir el derecho de ocupar, junto al escenario, uno de los mejores asientos de rejilla, los de primera fila, aquellos donde uno se sienta como un sapo, los brazos en la baranda, y la barbilla encima de las manos cruzadas.
El ama lo echa sin alboroto, pero ¡con qué aire de domadora!
— ¡Guárdate tus cuarenta y cinco ochavos y lárgate!
El matón, con los brazos colgando, se balancea como un oso.
— ¿Y eso por qué, madame Barnet? ¿Qué he hecho? ¿Qué es lo que he hecho?
—Sí, sí, "¿qué es lo que he hecho?". ¿Tú crees que el sábado pasado no te vi? ¿Eras tú, eh, el que estaba en el asiento uno de la galería?
— ¡Puede ser!
— ¿Fuiste tú el que se levantó durante la pantomima, eh? Para decir: "¡Sólo enseña una tetita, quiero ver las dos! ¡He pagado dos perras, una por cada teta!"
El matón, avergonzado, se defiende, una mano en el corazón.
— ¿Yo? ¿yo? Vamos, madame Barnet, sé cómo portarme, sé que esas cosas no se hacen. Se lo juro, madame Barnet, no fui yo...
El ama extiende una diestra implacable:
— ¡Menos cuento! ¿Te he visto, verdad? Eso basta. Hasta dentro de ocho días no tendrás ni una entrada para aquí. Guárdate tus cuarenta y cinco ochavos. ¡Y que no te vea hasta el sábado o domingo próximo! ¡Y arreando!
La salida del matón, castigado durante ocho días, es digna de que yo pierda unos minutos más. Se va sobre sus zapatillas silenciosas, encorvada la espalda, y sólo en la calle recobra su aire insolente. Pero lo hace sin pasión alguna, el talante es forzado y durante en breve instante no hay diferencia entre este animal peligroso y el niño a quien se ha privado, para castigarle, de su postre.
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La Vagabunda - Colette
Historical FictionRené Neré es una actriz de music-hall, que tras un golpe amoroso por un matrimonio frustrado, decide elegir esa vida de independencia, tablas, giras y aplausos... hasta que nuevamente el amor querrá golpear a su puerta, en manos de un caballero ad...