Capítulo 14

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Una semana más y me voy.


¿De veras me iré? Hay horas, hay días en que lo dudo. Días sobre todo de primavera precoz cuando mi amigo me lleva fuera de París, a esos parques trillados, surcados de automóviles y bicicletas, pero que la ácida y fresca estación hace misteriosos a pe­sar de todo. Al final de la tarde una neblina ligeramente malva profundiza las alamedas, y el inesperado hallazgo de un jacinto silvestre, que mece al viento sus tres campanas afiladas de un azul ingenuo, adquiere el mérito de un robo.


La semana pasada, caminamos largo rato bajo un sol matinal por el Bois, donde galopan los palafreneros. Íbamos pegaditos, ágiles, contentos, poco habladores, y ya canturreaba una cancioncilla que hace caminar de prisa. Al tomar por una alameda desierta, nos topamos con una corza muy joven, dorada, que perdió la serenidad al vernos y en vez de huir se detuvo.


Jadeaba de emoción y temblaban sus finas patas, pero sus grandes ojos, realzados por un fulgor casta­ño como los míos, expresaban más confusión que miedo. Habría querido tocar sus orejas, orientadas hacia nosotros, llenas de pelusa, como las hojas de los gordolobos, y ese suave hocico de algodonoso ter­ciopelo. Cuando tendí la mano, volvió la frente con un salvaje movimiento y desapareció.


—¿No la habrías matado yendo de caza, Max? —le pregunté.


—¿Matar una corza? ¿Y por qué no una mujer? —repuso con sencillez.


Aquel día, almorzamos en Ville d'Avray, como todo el mundo en ese restaurante que extiende al borde del agua unas singulares terrazas, terrazas para co­mer y dormir, y fuimos juiciosos como amantes ya ahítos.


Me gustaba encontrar en Max la misma sereni­dad apasionada con que me impregnan el aire libre, el viento puro, los árboles. Contemplaba acodada el agua lisa de la laguna, turbia, oxidada en partes, y los avellanos de colgantes felpillas. Luego mis ojos se volvían hacia el compañero de mi vida, con la só­lida esperanza de edificar para él una dicha tan larga como esa vida.


¿Me iré de veras? Hay horas en que me ocupo, como en sueños, de mi partida. El maletín de mano, la manta, el abrigo impermeable, exhumados de los armarios, reaparecieron a la luz, raídos, arrugados, y como hartos de viaje. Vacié con repugnancia cajas de blanco graso rancio, de vaselina amarillenta que hiede a petróleo.


Manejo ahora sin amor estos útiles de mi oficio. Y Drague, que vino para enterarse, ha sido recibido tan distraídamente, tan bruscamente, que se ha ido muy estirado y, lo que es más grave, con un "hasta la vista, querida amiga" del mejor tono. ¡ Bah! tendré tiempo de verle y desarrugarle el ceño durante cuarenta días. Le estoy esperando de un momento a otro para las últimas instrucciones. Max vendrá un poco más tarde. —Buenas tardes, querida amiga. ¡Lo que esperaba! Mi compañero todavía está ofendido.


—¡No, oye, tú, Brague,basta ya! ¡La pose aristócrata no te sienta en absoluto, no te sienta nada bien! ¡Estamos aquí para hablar en serio! Cuando me llamas "querida amiga" me recuerdas a Dranem en El Rey Sol.


Brague, risueño, protesta:


—La pose aristócrata, ¿y por qué no? ¡Cuando me da la gana, chorreo elegancia por todos los poros! ¿No me has visto en frac?

La Vagabunda - ColetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora