Capítulo 11

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¡Una fatiga! ¡Oh, pero qué fatiga! Me he quedado dormida después del almuerzo, como suele a veces sucederme los días de ensayo, y despierto tan fatigada. Me despierto como si llegara de los confines del mundo, sorprendida, triste, casi sin pensar, hostil la mirada a mis muebles familiares. Un despertar igual, en verdad, a los más horribles de las épocas en que sufrí. Pero, puesto que no sufro, ¿por qué?

No puedo moverme. Contemplo, como si no fuera mía, mi mano colgante. No reconozco la tela de mi traje. ¿Quién me ha quitado, mientras dormía, mi dia­dema de cabellos, arrollados en mi frente como las trenzas de una Ceres grave y juvenil? Estaba... es­taba... Un jardín, el cielo color de melocotón son­rosado a la puesta de sol, una voz infantil, aguda, que responde a los piídos de las golondrinas... Sí, y ese rumor de agua lejana, ya vigoroso, ya apagado: la brisa del bosque. Había regresado al principio de mi vida. ¡Tanto camino por recorrer hasta llegar aquí! Llamo al sueño que ha huido, a la oscura cor­tina que me protegía y que acaba de apartarse de mí, dejándome estremecida y como desnuda. Los en­fermos que se creen curados conocen estas recaídas de la enfermedad; los encuentras puerilmente sor­prendidos y quejumbrosos: "¡Si creía que se había acabado!" No me costaría mucho gemir en voz alta, como ellos.

Un sueño demasiado dulce y funesto que en menos de una hora borra el recuerdo de mí misma. ¿De dónde regreso y sobre qué almas, para que acepte tan lentamente, humillada, exilada, ser yo misma? Renée Néré, bailarina y mima. ¿Esta es la meta que prepararon mi infancia orgullosa y mi adolescencia recogida, apasionada, que tan intrépidamente acogió al amor?

¡Oh, Margot, mi desalentadora amiga, por qué no tendré fuerzas para levantarme y correr junto a ti, y decirte...! Pero tú sólo apreciarás mi valor, y no me atrevería a desfallecer delante de ti. Me parece que tu mirada varonil, la presión de tu manita seca, cortada por el agua fría y el jabón ordinario, saben recompensar mejor mi triunfo sobre mí misma que ayudar en mi cotidiano esfuerzo.

¿Mi próxima partida? ¿La libertad? ¡Bah! La liber­tad sólo es verdaderamente deslumbrante a princi­pios del amor, del primer amor, el día en que se puede decir, ofreciéndola a quien se ama: "¡Tómala, quisiera poder darte más!"

Ciudades nuevas, países nuevos, entrevistos apenas, rozados, que se esfuman en el recuerdo. ¿Existen tie­rras nuevas para quien da vueltas como un pájaro sujeto por un hilo? Mi pobre vuelo, reanudado cada mañana, ¿no abordará cada noche, fatalmente, al "local de primer orden" que me alaban Salomón y Brague?

¡He visto ya tantos locales de primer orden! Banda del público: una sala cruelmente inundada de luz donde el pesado humo apenas si amortigua el oro de las molduras. Lado de los artistas: unos cajones sórdidos, sin aire, y la escalera de hierro que va a parar a inmundas letrinas.

Así, pues, ¿durante cuarenta días habrá que soste­ner esa lucha contra la fatiga, la mala voluntad zum­bona de los tramoyistas, el orgullo rabioso de los jefes de orquesta provincianos, la comida insuficiente de los hoteles y estaciones? ¿Tendré que encontrar y renovar incesantemente en mi interior ese tesoro de energía que reclama la vida de los errantes y los so­litarios? ¿Tendré que luchar, finalmente —¡ah, no iba a olvidarlo!— contra la misma soledad...? ¿Y para llegar a qué? ¿A qué? ¿A qué?

Cuando era pequeña me decían: "El trabajo lleva en sí mismo su recompensa"; y, en efecto, yo espe­raba, tras el esfuerzo, una recompensa misteriosa, abrumadora, una especie de gracia, bajo la cual hu­biera sucumbido. Todavía la espero.

Un ahogado campanilleo, seguido de los ladridos de mi perra, me libra de pensamientos tan amargos. Y heme, en pie, con la sorpresa de haberme levan­tado ligeramente, de volver a vivir con facilidad.

La Vagabunda - ColetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora