Tercera Parte - Capítulo 15

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Adiós, mi amado amigo. La maleta está cerrada.


Mi bonito bolso de "piel de cerdo", mi traje de viaje, el largo velo que envolverá mi sombrero espe­ran mi despertar de mañana, alineados, tristes y jui­ciosos, en nuestro diván. Ya en marcha, a cubierto de ti, a cubierto de mi pronta debilidad, me doy la ale­gría de escribirte mi primera carta de amor.


"Recibirás este billete, mañana por la mañana, jus­to a la hora en que saldré de París. No es más que un hasta pronto, escrito antes de dormir, para decir­te ¡que te amo tanto, que te quiero tanto! Me siento desolada al abandonarte.


"No olvides que me has prometido escribirme y consolar a mi perrita. Yo te prometo traerte una Renée cansada de tournées, enflaquecida por la sole­dad y libre de todo, excepto de ti

"Tuya,      

"Renée."



La sombra rápida de un puente pasa sobre mis pár­pados que mantenía cerrados y que abro para ver huir, a la izquierda del tren, ese campo de patatas que conozco tan bien, acurrucado contra la alta mu­ralla de las fortificaciones.


Estoy sola en el vagón. Brague, severamente ahorrativo, viaja en segunda con el Viejo Troglodita. Un día lluvioso, apagado como un gris amanecer, pesa sobre el campo por donde se arrastra la humareda de las fábricas. Son las ocho, y es la primera mañana de mi viaje. Tras el corto aburrimiento que siguió a la excitación de la partida, caí en una hosca inmovilidad que me hacía esperar el sueño.


Me incorporo para proceder maquinalmente a preparativos de viajera experimentada, despliego la manta de pelo de camello, hincho los dos almohadones de caucho con fundas de seda —uno para los riñones, otro para la nuca— y oculto mis cabellos destocados bajo un velo castaño como ellos. Hago esto metódicamente, cuidadosamente, mientras una cólera indescriptible y repentina me hace temblar las manos. ¡ Sí, un verdadero furor, y contra mí misma! Parto, cada movimiento de las ruedas me aleja de París; parto, una primavera helada gotea duros retoños en la punta de los robles; todo está frío, húmedo de una niebla que todavía huele a invierno; me voy, cuando a esta hora podría embriagarme de placer contra el cálido costado de un amante. Me parece que mi cólera abre en mí un apetito devorador de todo cuanto es bueno, fácil, egoísta, una necesidad de dejarme rodar por la pendiente más suave, de cerrar brazos y labios sobre una dicha tardía, tangible, ordinaria y deliciosa.



Todo me molesta de estos suburbios conocidos, de estas villas descoloridas donde bostezan unas burgue­sas en camisón, que se levantan tarde para acortar los días vacíos. No debí separarme de Brague; debí que­darme con él en el sucio acolchado azul de los com­partimientos de segunda clase, entre el cordial char­loteo, el olor humano del vagón lleno de humo de los cigarrillos a diez sueldos el paquete.


El ta-ta-tam del tren, que oigo sin querer, sirve de acompañamiento al motivo del baile de "La Dryade", que canturreo con obstinación maniática. ¿Cuánto tiempo va a durar este estado de apocamiento? Por­que me siento disminuida, debilitada, como desan­grada. Sin embargo, en mis días más tristes, la vista de un paisaje mediocre, con tal de que huyera rápi­do a mi derecha e izquierda, con tal de que se velara unos momentos con un humo desenrollado, cardado por los setos de espino, actuaba sobre mí como un tónico salvador. Tengo frío. Me adormila un mal sueño matinal y me parece que más bien me desma­yo que no me duermo, agitada por sueños aritmé­ticos, infantiles, en los que asoma esta fatigosa pre­gunta: "Si has dejado allí la mitad de ti misma, ¿has perdido, pues, el cincuenta por ciento de un valor primitivo?"

La Vagabunda - ColetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora