Como de costumbre, cierro tras de mí la puerta de mi planta baja, y lanzo un largo suspiro. ¿Suspiro de fatiga, de distensión, de alivio o de angustia ante la soledad? ¡No analicemos!
¿Qué me sucede esta noche? Es esta niebla de diciembre, glacial, toda lentejuelas de hielo en suspensión, que vibran en torno a los faroles de gas como una aureola irisada, que se derriten en los labios con un sabor a creosota. Y luego, este barrio nuevo en que vivo, que ha surgido blanco detrás de las Ternes, entristece la mirada y el espíritu.
Bajo el gas verdoso, a esta hora mi calle es una argamasa cremosa, garapiñada, marrón-café y amarillo caramelo, un postre desplomado, derretido, en el que sobrenada el turrón de los melones. Mi misma casa, completamente sola en la calle, tiene un "aire-de-no-ser-de-veras". Pero sus paredes nuevas, sus finos tabiques ofrecen, por un precio modesto, un refugio suficientemente confortable para "señoras solas" como yo.
Cuando una es "una señora sola", es decir, a la par la bestia negra, el terror y el paria de los propietarios, una toma lo que encuentra, se alberga donde puede, va secando la humedad de los yesos.
La casa en que habito concede asilo misericordioso a toda una colonia de "señoras solas". En el entresuelo, tenemos a la amante oficial de Young. Young-Automóviles; más arriba, la amiga, muy "retirada", del conde de Bravailles; más arriba dos hermanas rubias reciben diariamente la visita de un señor muy-bien-que-es-industrial; más arriba aún, una terrible pequeña juerguista lleva, noche y día, un ritmo de fox-terrier enloquecido: gritos, piano, cánticos, botellas vacías tiradas por la ventana.
—Es el oprobio de la casa —dijo un día madame Young-Automóviles.
Por último, en la planta baja, estoy yo, que no grito, que no toco el piano, que casi no recibo a caballeros y menos a señoras. La ramerilla del cuarto arma demasiado ruido, y yo no armo el suficiente; la portera no se recata en decírmelo.
—Tiene gracia; nunca se sabe si la señora está en casa; no se la oye. ¡Nadie diría que es una artista!
¡Ah, qué mala velada de diciembre! La estufa huele a yodoformo. Blandine se ha olvidado de poner la botella de agua caliente en la cama, y mi misma perra, de mal humor, refunfuñante, friolera, me echa solamente una mirada blanca y negra, sin salir de su cesta. ¡Señor! no reclamo arcos de triunfo, ni iluminaciones, pero de todas maneras...
¡Oh!, puedo buscar por todas partes, en los rincones y debajo de la cama; aquí no hay nadie, nadie más que yo. El espejo grande de mi cuarto ya no me devuelve la imagen de una gitana de music-hall, sólo me refleja a mí.
¡Heme, pues, tal como soy! Esta noche no podré evitar al encontrarme frente al largo espejo, el soliloquio cien veces esquivado, aceptado, huido, reanudado y roto. ¡Ay! de antemano me doy cuenta de la vanidad de toda diversión. Esta noche no tendré sueño y el encanto del libro — ¡oh, el libro nuevo, el libro flamante cuyo perfume de tinta húmeda y de papel nuevo evoca el de la hulla, de las locomotoras, de las partidas!—, el encanto del libro no conseguirá alejarme de mí misma.
¡Heme, pues, aquí tal cual soy! Sola, sola, y sin duda para toda la vida. ¡Ya sola! Es muy pronto. He franqueado, sin sentirme humillada, los treinta años; pues este rostro, el mío, sólo vale por la expresión que le anima, y por el color de la mirada, y por la sonrisa recelosa que en él juguetea, lo que Marinetti llama mi gaiezza volpina. ¡Zorra sin malicia que una gallina podía haber capturado! Zorra sin codicia, que sólo recuerda la trampa y la jaula. Zorra alegre, sí, pero porque las comisuras de la boca y de los ojos esbozan una involuntaria sonrisa. Zorra faja de haber danzado, cautiva, al son de la música.
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La Vagabunda - Colette
Ficção HistóricaRené Neré es una actriz de music-hall, que tras un golpe amoroso por un matrimonio frustrado, decide elegir esa vida de independencia, tablas, giras y aplausos... hasta que nuevamente el amor querrá golpear a su puerta, en manos de un caballero ad...