La luz del atardecer se filtraba por la ventanilla del taxi que circulabapor la carretera en paralelo al cauce del río Guadalquivir. Miraba ansiosaa mi alrededor, contemplando con poco interés cómo las figuras de lostranseúntes que caminaban por la calle se desdibujaban a medida que elvehículo tomaba velocidad en dirección a las afueras de Sevilla. El taxista,un hombre mayor de pelo blanco y espesa barba cana, escuchabaentusiasmado la retransmisión de un partido de fútbol que acababa deempezar. Ni siquiera me molesté en enterarme de qué equipos jugaban,tenía la mente puesta en el mensaje que acababa de recibir en el móvil, uncuarto de hora antes. Mi adrenalina estaba disparada: parecía un búho conlos ojos abiertos de par en par esperando dar caza a su presa. Solo que lapresa en este caso era yo. Alguien estaba tratando de asustarme y lo estabaconsiguiendo, pero al fin le iba a poner cara.
Lo que el destino me tenía preparado, no lo sabía. La única certezaque me acompañaba era que al menos había vivido. Estaba estudiando unacarrera que adoraba, había conocido el calor de una familia, lo que erauna amistad verdadera y el amor desinteresado. Morir con diecinueveaños posiblemente era lo más horrible del mundo para algunos, pero yopodía decir que mi existencia tenía sentido. Aunque algo tenía claro: estabadispuesta a luchar hasta las últimas para permanecer de pie. La partenegativa era la ansiedad que me había acompañado los últimos cincomeses. La misma que me había convertido en un auténtico torbellino, enuna persona inquieta que antes era pura tranquilidad. Si quería teneralguna posibilidad de conseguir mi propósito, tenía que dejar a un ladoese sentimiento que me apretaba el pecho muchas veces al día y queconseguía que mi corazón latiese disparado, como si hubiese estadocorriendo una maratón sin ni siquiera haber despegado los pies del suelo.
—Ya hemos llegado. —La voz del taxista interrumpió mispensamientos, sin darme margen para nada más. Miré el reloj delsalpicadero y respiré pausadamente al darme cuenta de que llegaba a midestino con tiempo de sobra.
—Aquí tiene —bisbiseé, tendiéndole un billete de diez euros paraabonar los escasos minutos que había durado el viaje hasta aquelrecóndito lugar.
Tranquilízate, Ainara, me reproché a la par que bajaba del taxi y medespedía levemente con la mano. El taxista arrancó, no sin antescorresponder a mi gesto, y me dejó allí en medio de la nada. Solo habíacampos de trigo salpicados de amapolas alrededor de la nave industrial enla que el desconocido me había citado bajo amenaza. El edificio lucía enmuy mal estado, con las bisagras de las ventanas descolgadas y el cartel dela entrada, en el que estaba el nombre de la empresa a la que habíapertenecido, completamente destrozado. Sujeté el bolso con fuerza contrami hombro y me aseguré de guardar el spray de pimienta para queestuviese a buen recaudo en el bolsillo de mi pantalón. Caminé un cortotrecho hasta la entrada de la nave por un camino de tierra amarillenta yllamé un par de veces a la puerta metálica. Al no hallar respuesta, hice unpoco de fuerza y la abrí. Nada ni nadie me habría preparado para lo queencontré dentro.
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Corto-circuito
Teen FictionAinara, una estudiante de segundo de Preciosas Artes, es atacada por un ignoto al salir del cine una noche de finales de verano. Desde ese instante, su vida se transforma en un infierno: alguien desea matarla y ignora el motivo. En la mitad del ca...