Capítulo 7

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La lavandería estaba en el sótano de la residencia. Había cincolavadoras y tres secadoras, y nosotras mismas teníamos que encargarnosde limpiar nuestras prendas, incluyendo la ropa de cama. En vista de queAndrea no aparecía y ya era mediodía, me encargué de la colada deambas, como ocurría la mayoría de las veces. A ella no le gustaban lastareas domésticas y se escaqueaba cada vez que podía. Cualquier pretextoera bueno. A mí no es que me agradaran, pero era del pensamiento «siquieres que algo se haga bien, hazlo tú mismo». Era demasiadoautosuficiente para todo. 

La lavadora que había seleccionado estaba aclarando las sábanascuando apareció Cecilia. Llevaba la melena recogida en un elegante moñobajo, excesivamente grande para mi gusto y con cardado en la zonasuperior. Se le había ido la mano con el maquillaje, porque sus labios rosafucsia podían emplearse como chaleco reflectante en caso de accidente decoche. Se posicionó a mi derecha y empezó a meter ropa sin ton ni son enla lavadora contigua. Ni siquiera se molestó en saludar aunque fuese porcortesía, pero yo no iba a ser la primera en pronunciar palabra. Echó unacantidad ingente de suavizante y muy poco detergente. Además añadióalmidón. Cuando la máquina comenzó a funcionar emitió un crujido muyextraño, se quedó parada un momento y luego continuó su marcha. Perolo hacía a trompicones, emitiendo más ruido de la cuenta. Al cabo decinco minutos, Cecilia se desconcertó cuando de su lavadora comenzó abrotar agua. Las baldosas de terracota adquirieron un color más oscuro almojarse y pronto se formó un gran charco. Sucedió justo cuando yoestaba poniendo la ropa recién sacada de la secadora en un par de cestosde mimbre. Me aparté para no mojarme los pies. 

Estaba pensando en eso, cuando me percaté de que la habitación habíacomenzado a inundarse. Había dos dedos de agua y los aparatos eléctricoscomenzaron a fallar por el contacto. De repente, la lavandería se quedó enpenumbra. Las máquinas detuvieron su trabajo de golpe, pero laelectricidad seguía en el ambiente: de vez en cuando las chispas serepartían por todas partes. 

—¡Aléjate de ahí! ¡Busca una zona seca y sal de aquí! —le chillé aCecilia mientras intentaba encontrar en la pared la caja de los fusibles, queno aparecía por ninguna parte. Tenía que asegurarme de que la estanciaestaba sin luz y que no era un apagón temporal, si quería evitar que lacorriente eléctrica nos dejase más fritas que a un pollo. 

—No puedo irme sin mi chaleco, Ainara. Es un Dolce & Gabanna quepapá me regaló por mi cumpleaños. ¡Es carísimo! —Cecilia no se moviódel sitio a pesar de que se podía electrocutar, sino que además intentó abrirla puerta de la lavadora con ímpetu. Estaba bloqueada y por más quepresionaba la cerradura no se accionaba. Para remate, el botón deemergencia no funcionaba sin corriente. 

El agua comenzó a llegarnos por los tobillos cuando un tubo dedesagüe se desconectó de la pared. Sentía el líquido frío y sucio deslizarseentre mis tobillos y tenía la sensación de que algo malo ocurría, pero nosabía identificar qué era. 

Aparté a Cecilia de un empujón y la forcé a subir las escaleras. Hicelo mismo después de intentar inútilmente parar el chorro de aguaponiendo un viejo trapo a modo de tapón. La tela se empapaba conrapidez, pero me di cuenta de que no era suficiente para que el nivel deagua subiera tanto. Parecía que estaba entrando por otro sitio. Una cosaera un lavado que salía mal y acababa con la lavadora atascada y otra lainundación en la que estábamos atrapadas. 

—¡Ve a buscar ayuda! —grité aterrorizada. Mi voz tenía que reflejarauténtico pánico porque esta vez sí se marchó sin rechistar, dejándomeenfrentarme sola al peligro. Por un chaleco no merecía la pena arriesgarla vida. Al menos, Cecilia había entendido eso. 

Los fluorescentes del techo empezaron a parpadear como avisandode una bajada de tensión eléctrica. Por un segundo permanecieronencendidos, pero acabaron por apagarse nuevamente. Al mirar unaesquina del cuarto, reparé en que un brazo enguantado sujetaba unamanguera que entraba por la ventana próxima al techo y daba a parar juntoa un enchufe. Todo el agua caía dentro del mismo. Intenté fijarme en lapersona que la sostenía, pero solo alcancé a ver un abrigo oscuro y un parde botas negras militares que desentonaban por completo con laindumentaria de la residencia. Algo me distrajo y por eso no seguíintentando averiguar de quién se trataba: acababa de quemarme el brazopor culpa de la secadora de la que había extraído mi colada. Por mano deldemonio había prendido fuego por la zona superior y la lavandería seestaba llenando de una humareda grisácea. Recé para que los bomberosllegasen pronto, pero caí en la cuenta de que la residencia no teníadetectores de humo. Al fin y al cabo, estaba en un viejo edificio de lossesenta remodelado ligeramente por dentro, pero sin contar con laseguridad de las construcciones de hoy día. Al pensar en edificios yconstrucciones mi mente divagó y recordé los dibujos de Lucas, pero porel bien de mi supervivencia deseché el pensamiento. 

Corto-circuitoWhere stories live. Discover now