Dos meses antes.
Finales de agosto de 2012.
La parada del autobús estaba vacía cuando mi mejor amiga y yotomamos asiento. Las seis y media de la tarde podían convertirse en unauténtico infierno en verano si no tenías un lugar donde refugiarte. Ennuestro caso, lo único que nos protegía del bochorno era la marquesinaque cubría nuestras cabezas. Estábamos en el pueblo en el que noshabíamos criado, pasando el día con nuestros seres queridos.
Desde que habíamos comenzado los estudios superiores, hacíamosvida en Sevilla y apenas pasábamos tiempo por allí. Todo se reducía afacultad, residencia de estudiantes —en la que compartíamos habitacióndesde ese curso que aún estaba por comenzar—, trabajo a media jornadapara costear los gastos adicionales cuando teníamos ocasión, biblioteca yalguna fiesta universitaria los fines de semana. Andrea y yo estábamos apunto de empezar el segundo año de nuestras respectivas carreras: ellaestudiaba Odontología y yo Bellas Artes.
Los sábados hacíamos una visita casi obligada a nuestras casas paraestar con la familia y compartir un rato de charla. Almorzábamos deforma distendida con mis padres, Valentina y Jorge, mi hermana mayorNatalia y mi cuñado David. La hora de la merienda la pasábamos conLorenzo, el padre de Andrea, que había enviudado cinco años atrás y solotenía a su hija. Además de comer, aprovechábamos para recoger nuestracorrespondencia ya que, aunque en la residencia teníamos buzón propio,no habíamos domiciliado nuestras cartas ante la perspectiva de saber quenuestra estancia allí no iba a ser permanente. No era una casa o unapartamento alquilado, solo un lugar temporal en el que establecernosdurante aquel curso. Para el siguiente, ya veríamos qué hacer
Como norma general, el bus que esperábamos tardaba un buen ratoen hacer acto de presencia, porque recorría varios pueblos cercanos antesde llevarnos a la capital. Por eso, aprovechábamos para hacer el mismoritual: sacarnos fotos con el móvil de Andrea, que más tarde acabarían enTwitter, Facebook o Instagram, ya que solíamos dejar constancia denuestras salidas.
—¿Llegará algún día o nos haremos viejas aquí? —cuestionóAndrea, ligeramente molesta, paseando la vista de un lado a otro en buscadel autobús que no llegaba. Interrumpimos la sesión de modelaje en esemomento, al ver que su teléfono pitaba indicando que no le quedabamucha batería.
—Creo que será mejor que vaya reservando plaza para dos en elasilo —bromeé oteando el horizonte, con una mano puesta sobre las cejaspara evitar que la luz del sol me deslumbrase—. Ya sabes que no hay prisa,nos esperan tres cuartos de hora de atascos y paradas antes de llegar aSevilla.
Habíamos quedado en el Centro Comercial Plaza de Armas con Jota,el novio de Andrea, con el que llevaba saliendo desde febrero, para veruna película. Cada sábado nos turnábamos para elegir plan para el fin desemana y aquella ocasión, era tranquilo. En mi fuero interno lo preferíaasí porque estaba algo nerviosa.
—Tendremos que echarle paciencia —suspiró Andrea, recogiéndoseel flequillo de la frente con un par de horquillas, para sujetarlo másfuertemente—, y si te digo la verdad, no me fío un pelo.
—¿De qué? —pregunté rebuscando el bonobús dentro de mimonedero.
—Pues de la capacidad de Jota para comprar las entradas a tiempo.Conociéndole como le conozco, va a llegar más tarde que nosotras alcine. Lo último que me hace falta es tragarme una cola de gente en lataquilla y empezar la película tarde —se quejó, intentando resignarse sin mucho éxito.
—Yo únicamente cruzo los dedos para que no invite a ninguno de suscolegas para que nos acompañe —murmuré cruzándome de brazos,haciendo un puchero como si fuese una cría, intentando causarle pena—.No me apetece nada otra cita a ciegas organizada por vosotros.
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Corto-circuito
Novela JuvenilAinara, una estudiante de segundo de Preciosas Artes, es atacada por un ignoto al salir del cine una noche de finales de verano. Desde ese instante, su vida se transforma en un infierno: alguien desea matarla y ignora el motivo. En la mitad del ca...