Capítulo 8

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El trayecto hasta la comisaría lo hicimos en la furgoneta de Jota. Eraun Volkswagen Kombi blanco del año de la pera, tuneado con motivoshippies, que conducía más bien poco porque de su piso a la facultad en laque estudiaba Historia, apenas había doscientos metros. Iba completamentevestida de negro en los asientos traseros, con una bolsa de tela en la quellevaba las pocas pruebas que tenía. Las lunas de la furgoneta estabantintadas por lo que podía observarlo todo con la tranquilidad de no servista, al menos por los laterales. Y de que no me vieran, porque no mehacía chiste pasearme en un coche con la cara de John Lennon pintadas enun lateral, y el lema Paz y Amor en el otro. La zona del limpiaparabrisasme dejaba al descubierto, por lo que decidí sentarme a la derecha, justodetrás de mi amiga, con la intención de que su asiento me cubriese lomáximo posible. Había cerrado la habitación con llave, sin tocar apenasnada ni recoger los cristales por si los agentes querían hacer un registro ocualquier cosa. Esto último había sido idea de Andrea. 

La Comisaría de Policía del Distrito Centro estaba cerca, girando unpar de veces a la derecha y luego a la izquierda por estrechas callejuelas.El problema era que en ese momento el local estaba en obras y teníamosque desplazarnos hasta otra, más al este de la ciudad. Después de callejearun poco, llegamos a una zona en la que un par de coches habían chocadoentre sí al final de la avenida, provocando un atasco monumental. Losbomberos, la guardia civil y la grúa estaban allí para intentar restablecerel orden de la circulación. Nos apartamos a un lado para dejarle paso auna ambulancia que circulaba a toda velocidad, para atender a las víctimasdel siniestro. Deseé que solo fuese el golpe y que no hubiese heridos degravedad. 

La retención en el tráfico era de al menos un kilómetro por lo que,cuando llegamos hasta el cruce que nos llevaba a la altura del puente queteníamos que dejar a la izquierda para meternos en una barriada, habíantranscurrido cuarenta y cinco minutos. El resto del camino, por suerte, fuerápido. 

—Vaya asco, pensé que no saldríamos del atasco —se quejó Andrearompiendo el silencio. Le había salido un pareado sin darse cuenta, perodecidí no señalarlo en voz alta, no era momento para bromas de ningúntipo. 

—Se nota que no conduces a menudo por Sevilla, caramelito, porqueesto es el pan de cada día —intervino Jota, tamborileando los dedos contrael volante. 

—Por eso prefiero los autobuses, a pesar de que en algunos losolores corporales son más fuertes que las colonias —bufó mi amiga. 

—Pues yo no. Si os soy sincera echo de menos conducir —expliquéapenada—. Si no fuera por la medicación, que me da mucho sueño, estaríapor ahí con un buen coche escuchando música a todo volumen. 

—Cariño, no te preocupes, pronto no habrá pastillitas de colores entu vida. Lo de Fernando ya pasó y tienes que aprender a controlar las crisisde ansiedad de forma natural. 

—Ni que fuera tan fácil —aseveré pensando en cómo a Andrea leparecía todo muy sencillo. 

Siempre ocurría lo mismo: a las personas les cuesta empatizar yponerse en el lugar de los demás. Tratándose de alguna enfermedad, yafuese física o emocional, el asunto empeoraba ya que nadie podía sentirlos síntomas por otro. Por eso era tan fácil dar consejos... y errar. 

—Ya te lo dijo Elena, verás cómo mejoras. Por cierto, ¿cuándovuelves a tener cita con ella? 

—Dentro de un par de miércoles, tengo que llamarla para confirmarla hora —me limité a decir, algo enfadada. 

—Hemos llegado. —Jota aparcó en el primer hueco que vio libremientras nos desabrochábamos los cinturones de seguridad—. ¿Queréisque os acompañe o espero aquí? 

—Mejor quédate. Así a la vuelta el aire acondicionado habrá enfriadolo suficiente para que no nos convirtamos en cubitos de hielo derretidospor el suelo del coche —sugirió Andrea. 

La dejé contestar a ella, pues a mí, por los nervios, me era indiferentesu presencia. También influía el hecho de que no teníamos ese grado deamistad para requerir que estuviese en los momentos más importantes demi vida. Suponía que con el tiempo, y reuniones más allá del cine los finesde semana, le acabaría cogiendo más cariño. Pero una cosa no quitaba laotra, pues le agradecía enormemente el gesto de habernos llevado hastaallí. 

—Hasta ahora —dije bajito, encaminándome a la puerta principal dela comisaría con Andrea pisándome los talones. Jota nos correspondiócon un gesto de cabeza. 

En el interior la temperatura era mucho más agradable. Nosacercamos a un policía uniformado, que estaba sentado tras un mostradorde información. 

—Buenas tardes —dijo con voz ronca cuando llegamos a su altura. 

—Hola —respondí, para después añadir—: Quiero presentar unadenuncia. ¿Podría indicarme a quién tengo que dirigirme para que metomen declaración? 

—Primera puerta a la izquierda —señaló un pasillo estrechoexcesivamente iluminado—. Recuerda presentar el Documento Nacionalde Identidad. 

Asentí y nos encaminamos al detector de metales por el que teníamosque pasar antes de poder acceder a los despachos. Había dos agentes, unhombre y una mujer, controlando nuestras pertenencias y siluetas en buscade pistolas, navajas y demás posibles utensilios que pudiésemos utilizarcontra alguno de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado.  

La policía nos acompañó hasta una sala de espera en la que había unatreintañera con un par de críos, gemelos, dormidos en un carrito de bebé.Llevaba gafas de sol y el pelo suelto, pero eso no escondía los moradosque le atravesaban la cara de lado a lado. En comparación con ella sentíque el mío no era nada y me acordé de la broma de la estúpida de Ceciliasobre que mi novio ficticio me pegaba. Si ella hubiese visto a esa joven,unos años mayor que nosotras, asustada, con la única compañía de sushijos pequeños que no podían defenderla, se lo hubiera pensado dos vecesantes de hacer comentarios crueles con ese tema. Mi amiga y yointercambiamos una mirada y tomamos asiento cerca de ella, con cuidadode no hacer ruido para que los niños siguiesen durmiendo felices, ajenos atodo. 

Entonces fue cuando me di cuenta, había actuado igual que la mujerque estaba con nosotras en esa sala: al evitar denunciar a la primeraocasión me habían dado un escarmiento una segunda vez. Esperaba que nohubiese otro ataque, ni para mí ni para ella. 

La misma agente que estaba en el control de la entrada volvió aparecer al cabo de unos minutos. 

—¿Ainara Moreno? —preguntó sosteniendo en alto mi DNI. 

—Soy yo. —Aunque era bastante obvio por la foto de carnet, entendíaque era algo que allí resultaba rutinario. 

—Pasa por aquí. El inspector Robles te espera. —Me señaló elcamino comenzando a andar sin esperarme. 

Apreté el paso para alcanzarla y rápidamente me puse a su altura.Llamó a una puerta que tenía aspecto de haber sido barnizadarecientemente y en cuanto escuchamos ruido al otro lado, entramos. Setrataba de un despacho pequeño, con las paredes pintadas en color crema yel mobiliario moderno, parecía sacado de un anuncio de una tienda dedecoración. 

Detrás de un gran escritorio de madera de roble, un hombre conaspecto cansado me esperaba. Tenía los ojos verdes con gafas negras depasta y el cabello oscuro con algunas canas, ligeramente peinado haciaatrás. 

—Soy el inspector Armando Robles. —Extendió su mano hacia mí alpresentarse. Se la estreché inquieta, deseando acabar con aquello cuantoantes. Era un trago muy desagradable. 

Después de un breve intercambio de palabras en el que expliquédónde vivía actualmente y dónde habían ocurrido los acontecimientos, elinspector comenzó a interrogarme. Al contestar a la primera pregunta,abrí mi discurso con las siguientes palabras: 

—Creo que alguien está tratando de asesinarme.  

Corto-circuitoWhere stories live. Discover now