Prólogo. El mal florece

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Miranda estaba recostada en su sofá, disfrutando su día. Con los pies sobre la pequeña mesita que había entre su televisor y su sofá, y con una enorme caja de pizza en su regazo. Los rayos del sol matutino entraban por las ventanas semiabiertas tiñendo los blancos azulejos del suelo con matices dorados.

De pronto el timbre sonó.

Qué raro, pensó, por lo general nadie la molestaba a estas horas. ¡Eran casi las siete de la mañana, por favor! Aún era muy temprano.

Con pereza, se levantó y abrió.

Un animal entró abruptamente, haciendo tambalear a Miranda. Ella recuperó el equilibrio y se llevó una pezuña a la cintura, donde siempre cargaba su cuchillo, pero antes de que lo sacara ya tenía algo al cuello. Fino, filoso y brillante. Parecía un sable.

«¿Quién usa un sable hoy en día?»

—Miranda Swine —dijo el sujeto, su voz sonaba carrasposa. Miranda trató de identificarlo, sin éxito. El animal estaba completamente cubierto: botas y pantalón grueso, chaqueta manga larga y sobre todo eso, una capa negra con una capucha.

—¿Qué quieres? —quiso saber ella. No iba a preguntar banalidades como «¿quién eres?», porque era obvio que no iba a responderle.

—Quiero saber donde están los otros siete.

—¿Qué sietes?

—Tú sabes cuáles. —La voz del animal se llenó de odio y resentimiento—. Los otros siete.

—Yo no... —Miranda se detuvo, sentía su pulso palpitar contra el filo del sable y lo cortante que se veía.

Pensó a toda prisa, pero no entendía que quería decir. Ella solo había hecho algo en grupo, por lo general trabajaba sola o por encargos, y esa vez no fueron siete, fueron ocho; nueve contándose ella.

—¡Respóndeme! —exigió el sujeto. Ella lo escrutó, o al menos, lo intentó, pero la capucha era tan grande que lo impedía; la capa parecía más bien un hábito—. Dime, ¿dónde están ellos? —Estiró su pata libre y le mostró un papel. Miranda reconoció las fotografías en la hoja; eso, y además las zarpas de su atacante. Era un depredador—. ¡Responde!

—Ellos —dijo, perpleja, intentando que no se le notara el nerviosismo. No podría decirle, no debía—. ¿Y qué si no te lo digo? —soltó.

Sintió algo frío y luego algo caliente, después un fino hilo le corría por el cuello. Sangre.

—No tientes tu suerte —le advirtió él—. Aún puedo ir y preguntarle a Buck. Así es como él se llama. ¿Acaso no lo recuerdas? Porque yo sí, y muy bien.

Miranda empezó a respirar más nerviosa. Ese sujeto sabía quién era ella, quien era Buck y quien eran los demás, pero... pero eso es imposible, improbable. Han pasado veintiún años desde eso.

—Dímelo y puede que vivas.

Suspiró. A ella no le importaba mucho que la matara, no iba a contarle; pero Buck... Buck era más blando, cedería a la tortura más fácil. Da igual, de todas formas lo terminará sabiendo.

—Hay uno en cada distrito —le dijo al sujeto—. En Sabana Central y Plaza Sahara, en Tundratown y Distrito Forestal, en BunnyBurrows y en el Centro, y en el Distrito Nocturno.

El sujeto asintió y repitió las mismas palabras varias veces, como para no olvidarlas. Bajó el sable y Miranda soltó el aire que de manera inconsciente estaba reteniendo. Se relajó al pensar que él se iría.

Pero no fue así. En un parpadeo, el animal blandió el sable y se lo clavó en el estómago. Miranda fue a tomar el cuchillo en su cinturón, pero una oleada de dolor le recorrió el cuerpo, haciéndola gritar. Era imposible. A ella la habían apuñalado muchas veces, incluso con armas más grandes y gruesas, y no le había dolido tanto como esta vez. Una pequeña mancha roja se le empezaba a expandir por el vientre. La visión se le puso borrosa y el cuerpo entró en shock, dando espasmos incontrolables.

Zootopia: JusticiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora