3. De acuerdo al plan

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Un niño de cuatro años es prácticamente millonario si consigue aunque sea un dólar y, probablemente, gastaría su pequeña fortuna en caramelos si es que no termina extraviándola.

Mi situación, desgraciadamente, era un poco más complicada que decidir con qué tipo de golosina arruinar los pocos dientes que tenía.

Ya te había dicho una de las reglas del manual: que tu mentira esté endulzada con una pizca de verdad. En mi caso, era justamente lo que había hecho para conseguir esos billetes. Sí, estaba sentado afuera de una casa falsa, pero el resto era verdad, aunque no supe cuál era exactamente esa verdad hasta un tiempo después.

Lo que sabía a esa edad es que papá y mamá estaban ahí un día y al siguiente no. Cuando eres un bebé tienes la costumbre de tomar demasiadas siestas, por lo que ni siquiera me enteré de lo que había pasado hasta que me dio hambre, comencé a llorar y nadie acudió. Es tan difícil conseguir buen servicio hoy en día...

Según mis cálculos, el señor y la señora Irresponsable desaparecieron cuando yo tenía poco de haber dejado la botella, aunque creo que debí haber seguido un plan de 12 pasos para lactantes o algo, porque durante unos años me quedó el sucio hábito de meter cosas del suelo a mi boca.

Eso es todo lo que puedo recordar por mi mismo. Por lo demás, he podido averiguar que estuve llorando en mi corralito hasta que unos vecinos preocupados se metieron a la casa y se encontraron con que había intentado cambiarme el pañal yo solo. Ja, pobre de quien haya tenido que limpiar aquel día.

Después de eso, empezaron los problemas.

Lo sé, mis padres me dejaron, no lograba superar mi adicción a la botella y cuando por fin me encontraron, estaba en una situación sumamente anti-higiénica y vergonzosa pero, aún así, puedes creerme si te digo que los problemas empezaron justo después de eso, pues nadie notó que una de las amables personas que me rescataron no era exactamente del vecindario.

Solía haber en los alrededores —y sigue ahí— una pequeña comunidad conocida como Los invisibles, gente que se movía de aquí para allá sin ser notados nunca por nadie. Entraban y salían de las plazas sin apenas ser detectados y, si alguien llegaba a verlos, les olvidaban en cuanto se perdían de vista, así fuera por un momento. Pero digamos que a pesar de estas habilidades alguien lograba ver y recordar a uno de ellos. Pues bien, entonces la persona se encontraba con el problema de que todos lucían exactamente igual.

Pero no, no te estoy hablando de un grupo de hechiceros, espías con tecnología de ciencia ficción ni nada por el estilo. Eran invisibles porque la gente prefería no verlos; les olvidaban porque no les consideraban importantes; les confundían unos con otros porque todos vestían con los trapos que conseguían en las calles mientras intentaban sobrevivir. Y vaya que Los invisibles sabían sacarle provecho a todo esto.

Eran básicamente un grupo de personas sin hogar que habían decidido salir adelante a como diera lugar, lo cuál, como sabes, es un eufemismo para "voy a actuar fuera de la ley pero realmente agradecería que no me juzgaras tan mal".

Una mujer de este grupo al parecer estaba muy enterada de los movimientos y rutinas de mis padres, incluso más de lo que yo mismo percibía. Claro que a los 3 años estaba más interesado en el dinosaurio morado de la televisión que en cualquier cosa que mis padres hicieran. El punto es que supo cuándo desaparecieron y esperó afuera de mi casa dos días a que alguien me escuchara llorar y abriera la puerta, para poder entonces entrar a tomar lo que pudiera sin que se viera sospechoso. Por desgracia lo que eligió para llevarse fue a este tierno querubín.

La tele de mis padres debió haber sido muy vieja o muy pesada para que prefiriera llevarse al niño manchado de popó, aunque siendo sinceros, ¿quién podría resistirse a este encanto?

Pues bien, me apartó con la excusa de limpiarme mientras los demás intentaban averiguar qué había sucedido, pero en lugar de eso me llevó hasta el estacionamiento de un viejo almacén abandonado, justo en la peor zona de la ciudad. Resulta que los bebés son una buena herramienta para conseguir dinero, ya sea para inspirar lástima o para usarse como distracción, así que a mis tres años fui cómplice de fraude, robo y varias cosas que lucen bastante bien en mi currículum.

Los invisibles tenían planes realmente sencillos —que a decir verdad son los mejores—, así que cuando cumplí cuatro ya era todo un experto y podían mandarme a la calle a probar mi valía, casi como las tribus que abandonan a sus niños en la selva.

El día que conocí al querido tío Jay llevaba un par de días sin conseguir nada, así que los ojos húmedos no tuve que fingirlos y la historia que le conté era prácticamente cierta, usé mis emociones y las suyas para dirigirlo a donde quería. En fin, hice todo según el manual.

Las complicaciones venían porque él también era un ladrón.

Es algo dentro del negocio, ¿sabes? Siempre hay algo en el modo de caminar, en los ojos, en como llevas la mano instintivamente al bolsillo... pequeños detalles. Siempre es fácil para nosotros identificar a un colega. Si hubiera sido una persona cualquiera, la habría explotado hasta terminar con una bolsa llena de ropa, comida, un poco de dinero y lo que pudiera tomar cuando nadie mirara, pero con un ladrón es diferente, resulta mejor desistir que arriesgarse. Además es como un código de ética laboral eso de no robarnos entre nosotros.

Este sujeto, sin embargo, era un idiota, así que no me importó ignorar la ética y decidí jugarle una pequeña pasada, además de aprovechar para cumplir la cuota. Sólo había que ser más preciso y actuar más rápido que de costumbre, antes de que él también me reconociera como un practicante de nuestra nada honrosa profesión, así que ajusté mi actuación sobre la marcha —una ventaja de tener planes tan sencillos— y logré sacarle algunos billetes.

Todo salió como debía. O casi todo.

El ImitadorWhere stories live. Discover now