5. Peccata minuta

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Una forma práctica de conseguir comida para un niño que vivía en la calle, era acercarse a la puerta trasera de los restaurantes y esperar que alguna cocinera con el instinto maternal a flor de piel le pasara algunas sobras, así que tras dejar a Jacob en la vieja sastrería abandonada, Mark corrió hasta un callejón lleno de puertas como esas, lo que convertía a aquel basural en un punto de encuentro para pequeños en situaciones complicadas.

Sabía que había roto uno de los cuatro puntos básicos del Manual. Otra vez.
El mismo punto de siempre, de hecho. El que ya le había costado que su "madre" le tumbara un diente —de leche, para su suerte— además de prohibirle la comida de un día, sin contar dos semanas de castigo durmiendo sin manta. Todo eso en lo que iba del mes.

Oye, antes de que sigas leyendo: no es que fuera imprudente o algo así. Acepto que rompí una de las reglas pensadas específicamente para mantenerme con vida, sí, pero sólo porque era muy valiente, atrevido... tú sabes, arrojado y otras cosas virtuosas.
Bueno, ¿a quién engaño? Hice algo imprudente en el calor del momento, pero recuerda que no tenía más que cuatro años.

Había arriesgado —por su inmensa valentía y coraje, desde luego— más de lo debido, y ahora necesitaba esconderse para no sufrir las consecuencias. Siendo de Los Invisibles debería pasar desapercibido, sólo que había dos detalles que siempre jugaban en su contra: Heterocromía iridis y capilar.

¿De verdad no sabes qué es? Y pensé que hablaba con gente más lista. Vale, sólo bromeaba, la verdad ni yo tenía idea de cómo se llamaba —y eso que lo he tenido toda la vida—, recién lo investigué en Internet . Bien, la cosa es que mis ojos son de diferentes colores —cada uno tiene un poco de café, algo de verde y otro poco de azul— y, aunque mi cabello es tan negro como el alma de quien haya usado todas las buenas figuras literarias para hablar del color negro, tengo un brillante mechón plateado del lado izquierdo. ¿Ahora ven por qué tenía que esconderme?

Cuando entró al callejón, se acercó a ver a un grupo de niños que jugaba fútbol con una botella de plástico vacía. Siguió caminando hasta que le llamó la atención una discusión entre los grasientos cocineros del restaurante mexicano y del japonés sobre quién tenía preferencia en el uso del contenedor de basura, cada uno defendiendo su punto con enormes cuchillos de cocina, pero pronto se aburrió y retomó su camino hasta doblar en la esquina, aunque para cuando llegó ahí, ya había cambiado su imagen.

Junto a la portería improvisada —una caja de madera para fruta—, los jugadores habían dejado algunas cosas que les estorbaban, como la gorra verde tipo trucker que ahora usaba Mark. Luego, se quitó la camisa gris que llevaba y la guardó en una bolsa para sobras que había tomado del restaurante japonés aprovechando que la puerta estaba abierta, y se quedó sólo con una camiseta interior que en otro tiempo debió ser blanca mientras empezaba a masticar despreocupado un burrito de Taco Loco.

¿Mencioné que nadie me había enseñado eso? Supongo que fue cuando descubrí que lo mío eran el engaño y el disfraz.

Satisfecho, volvió a girar en otro callejón y sacó el dinero que había ganado pero, apenas empezó a contarlo, se topó de frente con la sudorosa camisa hawaiana del hombre al que había timado hace apenas unos minutos (o un par de capítulos, como quieras verlo).

—¿Qué? ¿Pero cómo...?
—¿Cómo te encontré? Porque eres muy estúpido —respondió Jacob sentando al pobre niño en el suelo de un empujón. Dio un pasó hacia atrás y soltó un resoplido que intentaba ser una risa—. Fueron tres cosas, básicamente —continuó.— Número uno: la próxima vez asegúrate de no robarle a alguien que da zancadas el triple de grandes que las tuyas.

El niño pensó que también el vientre del sudoroso Jay era tres veces más grande que la mayoría de los adultos que conocía, pero prefirió guardarse el comentario.

—Número dos: si eres una rata —siguió diciendo, poniéndose en cuclillas— , no corras a donde van todas las ratas, es el primer lugar donde te van a buscar.

Para un niño sería fácil salir de este predicamento pidiendo ayuda. Cualquiera que viera al enorme calvo cara de tejón empujando a una tierna e inocente criatura como Marky —nota cómo uso el diminutivo para lograr mayor empatía, también está en el manual—, hubiera saltado a defenderlo. Sin embargo, tratando de mantenerse escondido, el pequeño estaba siguiendo un camino de callejuelas poco transitadas.

—Aquí hay muchos niños, no creí...
—No creíste que iba a reconocerte porque te pusiste un tonto disfraz.

Por alguna razón, el hombre no estaba molesto y el niño no estaba asustado. En vez de eso, ambos se miraban mutuamente con gran interés.

—Pues ese es tu error número tres —concluyó, señalando la mano del niño—: aún llevas el globo contigo.

De acuerdo, está bien, lo acepto, yo lo diré: eso fue muy estúpido.

El ImitadorWhere stories live. Discover now