Capítulo 9

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En el momento en que yo ocultaba a Hareton en la alacena, Hindley entró mascullando juramentos. A Hareton le espantaban tanto el afecto como la ira de su padre, porque en el primer caso corría el riesgo de que le ahogara con sus brutales abrazos, y en el segundo se exponía a que le estrellara contra un muro o le arrojara a la lumbre. Así que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le ocultaba.

‑¡Al fin la hallo! ‑clamó Hindley, sujetándome por la piel de la nuca como si fuese un perro‑. ¡Por el cielo, que os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy ahora a hacer tragar el trinchante. No lo tomes a risa: acabo de echar a Kenneth, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y he de conseguirlo.

‑Vaya, señor Hindley ‑contesté‑, déjeme en paz. No me gusta el sabor del trinchante: está de cortar arenques. Más vale que me pegue un tiro, si quiere.

‑¡Quiero que te vayas al diablo! ‑contestó‑. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre esa boca!

Intentó deslizarme el cuchillo entre los labios, pero yo, que nunca tuve miedo de sus locuras, insistí en que sabía muy mal y no lo tragaría.

‑¡Diablo! ‑exclamó, soltándome de pronto‑. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton. Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, desnaturalizado engendro. Yo te enseñaré a engañar a un padre crédulo y bondadoso. Oye, Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas hace más feroces a los perros, y a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas, constituye una afectación diabólica. No por dejar de tenerlas dejaríamos de ser unos asnos. Cállate, niño... ¡Anda, pero si es mi nene! Sécate los ojos, y bésame, pequeño mío. ¿Cómo? ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a romper el cráneo...

Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus gritos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el aire. Le grité que iba a asustar al niño, y me apresuré a correr para salvarle. Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un rumor que sentía abajo, y casi había olvidado a Hareton.

‑¿Quién va? ‑preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera.

Reconocí las pisadas de Heathcllff, y me asomé para hacerle señas de que se detuviese. Pero en el momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un brusco movimiento y cayó al vacio.

No bien me había estremecido de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una impresión semejante a la de un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines, y supiera al día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En el semblante de Heathcliff se leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no haber habido luz, hubiera remediado su error estrellando al niño contra el pavimento... Pero, en fin, gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazon mi preciosa carga. Hindley, vuelto en sí de su borrachera, descendió las escaleras muy turbado.

‑Tú tienes la culpa ‑me dijo‑. Has debido poner al niño fuera de mi alcance. ¿Se ha hecho daño?

‑¿Daño? ‑grité, indignada‑. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro al ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propio hijo!

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