Capítulo 23

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A la noche lluviosa siguio una mañana de niebla, con escarcha y una ligera llovizna. Arroyos impro-visados descendían de las colinas, dificultando nuestro camino. Yo, mo)ada y furiosa, estaba muy a punto de sacar partido de cualquier circunstancia que favoreciese mi opinión. Entramos por la cocina, a fin de asegurarnos que era verdad que el señor Heathcliff estaba ausente, pues yo no creía nada de cuanto decía.

José se hallaba sentado. A su lado crepitaba el fuego, sobre la mesa a que estaba instalado había un enorme vaso de cerveza rodeado de gruesas rebanadas de torta de avena, y en la boca tenla su negra pipa. Cati se acercó a la lumbre para calentarse. Cuando pregunté al viejo si estaba el amo, tardó tanto en responderme, que tuve que repetírselo, temiendo que se hubiera quedado sordo.

‑¡No está! ‑rezongó‑. Así que te puedes volver por donde has venido.

‑¡José! ‑gritó una voz desde dentro‑. Llevo un siglo llamándote. Vamos, ven, no queda fuego.

José se limitó a aspirar mas vigorosamente el humo de su pipa y a contemplar insistentemente la lumbre. La criada y Hareton no aparecían por parte alguna.

Como reconocimos en el que llamaba la voz de Linton, entramos en su habitación.

‑¡Así te mueras abandonado en un desván! ‑prorrumpió el muchacho creyendo, al sentir que nos acercábamos, que nuestros pasos eran los de José.

Y al ver que se había confundido, se turbó. Cati corrió hacia él.

‑¿Eres tú, Cati? ‑dijo él, levantando la cabeza del respaldo del sillón en que estaba sentado‑. No me abraces tan fuerte, porque me ahogas. Papá me dijo que vendrías a verme. Cierra la puerta, haz el favor. Esas odiosas gentes no quieren traer carbón para el fuego. ¡Y hace tanto frío!

Yo misma llevé el carbón y revolví el fuego. Linton se quejó de que le cubría de ceniza, pero tosía de tal modo y parecía tan enfermo, que no me atreví a reprenderle por su desagradecimiento.

‑¿Te agrada verme, Linton? ¿Puedo serte útil en algo? ‑preguntó Cati.

‑¿Por qué no viniste antes? ‑repuso él‑. Debiste venir en vez de escribirme. No sabes cuánto me cansaba escribiendo aquellas largas cartas. Hubiera preferido hablar contigo. Ahora ya no estoy ni para hablar, ni para nada. ¿Y Zillah? ¿Quiere usted, Elena, ver si está en la cocina?

Yo no me hallaba muy dispuesta a obedecerle, tanto más cuanto que ni siquiera me había agradecido el arreglarle el fuego, y respondí:

‑Allí está José únicamente.

‑Tengo sed ‑dijo Linton‑. Zillah no hace mas que escaparse a Gimmerton desde que mi padre se fue. ¡Es una miserable! Y tengo que bajar aquí, porque si estoy arriba no me hacen caso cuando les llamo.

‑¿Su padre se cuida de usted, señorito? ‑pregunté.

‑Por lo menos, hace que los demás me atiendan ‑‑‑contestó‑. ¿Sabes, Cati? Aquel animal de Hareton se burla de mí. Le odio a él y a todos éstos. Son odiosos.

Cati tomó un jarro de agua que halló en el aparador y llenó un vaso. Él le rogó que añadiese una cucharada de vino de una botella que había encima de la mesa, y después de beber se mostró más amable.

‑¿Estás satisfecho de verme? ‑volvió a preguntar la joven, animándose al ver en el rostro de su primo un esbozo de sonrisa.

‑Sí. Es muy agradable oír una voz como la tuya. Pero papá me afirmaba que no venias porque no me querías, y esto me disgustaba. Él me acusaba de ser un hombre despreciable y me afirmaba que de haberse hallado él en mi lugar, sería a estas horas el amo de la «Granja»... Pero., ¿verdad que no me desprecias, Cati?

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