Capítulo 31

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Ayer hizo un día despejado, frío y sereno. Como me había propuesto, fui a «Cumbres Borrascosas». La señora Dean me pidió que llevase una nota suya a su señorita, a lo que accedí, ya que no pensé que hubiera en ello segunda intención. La puerta principal estaba abierta, pero la verja no. Llamé a Eamshaw, que estaba en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se hallaría en la comarca otro parecido. Le miré atentamente. Cualquiera diría que él se empeña en deslucir sus cualidades con su zafiedad.

Pregunté si estaba en casa el señor Heathcliff y me dijo que no, pero que volvería a la hora de comer. Eran las once, y manifesté que le esperaría. Él entonces soltó los utensilios de trabajo y me acompañó, pero en calidad de perro guardián y no para sustituir al dueño de la casa.

Entramos. Vi a Cati preparando unas legumbres. Me pareció aún más hosca y menos animada que la vez anterior. Casi no levantó la vista para mirarme, y continuó su faena sin saludarme ni con un ademán.

«No veo que sea tan afable ‑reflexione yo‑ como se empeña en hacérmelo creer la señora Dean. Una beldad, sí lo es, pero un ángel, no.»

Hareton le dijo con aspereza que se llevase sus cosas a la cocina.

‑Llévalas tú ‑contestó la joven.

Y se sentó en una banqueta al lado de la ventana, entreteniéndose en recortar figuras de pajaros y animales en las mondaduras de patatas que tenía a un lado. Yo me aproximé, con el pretexto de contemplar el jardín, y dejé caer en su falda la nota de la señora Dean.

‑¿Qué es eso? ‑preguntó en voz alta, tirándola al suelo.

‑Una carta de su amiga, el ama de llaves de la «Granja» ‑contesté, incomodado por la publicidad que daba a mi discreta acción, y temiendo que creyera que el papel procedía de mí.

Entonces fue a cogerla, pero ya Hareton se había adelantado, guardándosela en el bolsillo del chaleco, y diciendo que primero había de examinarla el señor Heathcliff. Cati volvió la cara silenciosamente, sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. Su primo luchó un momento contra sus buenos instintos, y al fin sacó la carta y se la tiró con un ademán lo más despreciativo que pudo. Cati la tecogí la leyó, me hizo algunas preguntas sobre los habitantes, tanto personas como animales de la «Granja», y al fin murmuró, como si estuviera hablando consigo misma:

‑¡Cuánto me gustaría ir montada en Minny! ¡Cuánto me gustaría subir allá! Estoy fatigada y hastiada, Hareton.

Apoyó su linda cabeza en el alféizar de la ventana, y dejó escapar no sé si un bostezo o un suspiro, sin preocuparse de si la mirábamos o no.

‑Señora Heathcliff ‑dije al cabo de un rato‑, usted cree que yo no la conozco, y, sin embargo, creo conocerla profundamente. Así que me extraña que no me hable usted. La señora Dean no se cansa de alabarla, y sufrirá una desilusión si me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha dicho nada sobre su carta.

Me preguntó asombrada:

‑¿Elena le estima mucho a usted?

‑Mucho ‑balbuceé.

‑Pues entonces dígale que le contestaría gustosamente, pero que no tengo con qué. Ni siquiera poseo un libro del que poder arrancar una hoja.

‑¿Y cómo puede usted vivir aquí sin libros? ‑dije‑. Yo, que tengo una abundante biblioteca, me aburro en la «Granja», así que sin ellos debe ser desesperante la vida aquí.

‑Antes yo tenía libros y me pasaba el día leyendo ‑me contestó‑, pero como el señor Heathcliff no lee nunca, se le antojó destruirlos. Hace varias semanas que no veo ni sombra de ellos. Una vez revolví los libros teológicos de José, con gran indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén de ellos en tu cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y poesías... Todos, antiguos conocidos míos... Me los traje aquí y tú me los has robado, como las urracas, por el gusto de hurtar, ya que no puedes sacar partido de ellos. ¡Hasta puede que aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase mis tesoros! Pero la mayor parte de ellos los retengo en la memoria, y de eso sí que no podéis privarme.

Cumbres BorrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora