Capítulo 24

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A las tres semanas principié a salir de mi habitación y a andar por la casa. La primera noche, pedí a Cati que me leyese alguna cosa, porque yo sentía fatigada la vista después de la dolencia. Estábamos en la biblioteca, y el señor se había acostado ya. Notando que Cati cogía mis libros como a disgusto, le dije que eligiese ella misma entre los suyos el que quisiese. Lo hizo así y leyó durante una hora, pero después empezó a interrumpir la lectura con frecuentes preguntas:

‑¿No estás cansada, Elena? ¿No valdría más que te acostaras? Vas a recaer si estás tanto tiempo en pie.

‑No estoy cansada, querida ‑contestaba yo.

Viéndome imperturbable, recurrió a otro método para hacerme comprender que no tenía ganas de leerme nada. Bostezó y me dijo:

‑Estoy fatigada, Elena.

‑No lea más. Podemos hablar un rato ‑respondí.

Aquel remedio fue peor. La joven estaba impaciente y no hacía más que mirar el reloj. Al fin, a las ocho, se fue a su alcoba, rendida de sueño, según me dijo. A la noche siguiente la escena se repitió, aumentada, y al tercer día me dejó pretextando dolor de cabeza. Empezó a extrañarme aquello, y resolví ir a buscarla a su aposento y aconsejarla que se estuviese conmigo, ya que si se sentía fatigada podía tenderse en el diván. Pero en su habitación no encontré rastro alguno de ella. Los criados me dijeron que no la habían visto. Escuché junto a la puerta del señor. El silencio era absoluto. Volví a su habitación, apagué la luz y me senté junto a la ventana.

Brillaba una luna espléndida. Una ligera capa de nieve cubría el suelo. Pensé que acaso la joven habría resuelto bajar a tomar el aire al jardín. Al ver una figura que se deslizaba junto a la tapia creí que era la señorita, pero cuando salió de las sombras reconocí a uno de los criados. Durante un rato miró la carretera, después salió de la finca y volvió a aparecer llevando de la brida a Minny. La señorita iba a su lado. El criado condujo cautelosamente la jaca a la cuadra. Cati entró por la ventana del salón y subió sigilosamente a la alcoba. Cerró la puerta y se quitó el sombrero. Cuando estaba despojándose del abrigo, yo me levanté de pronto. Al verme, la sorpresa la dejó inmóvil.

‑Mi querida señorita ‑le dije, aunque me sentía tan agradecida por lo bien que me había cuidado que me faltaban las fuerzas para reprenderla‑. ¿Adónde ha ido usted a estas horas? ¿Por qué se empeñó en engañarme? Dígame dónde ha estado.

‑No he ido más que hasta el final del parque ‑me aseguró.

‑¿No ha ido a otro sitio?

‑No.

‑¡Oh, Catalina! ‑exclamé disgustada‑. Bien sabe usted que ha obrado mal, porque de lo contrario no me diría esa mentira. No sabe cuánto me afecta. Preferiría estar tres meses enferma, que oírle decir una cosa falsa.

Se acercó a mí y me abrazó.

‑No te molestes, Elena ‑me dijo‑. Te lo contaré todo. No sé mentir.

Le prometí que no la reñiría, y nos sentamos junto a la ventana. Ella.empezó su relato.

‑Desde que enfermaste, Elena, he ido diariamente a «Cumbres Borrascosas», excepto tres días antes y dos después de haber salido tú de tu cuarto. A Miguel le soborné para que me sacase a Minny de la cuadra todas las noches, dándole estampas y libros. No le reñirás a él tampoco, ¿eh? Solía llegar a las «Cumbres» a las seis y media y me estaba dos horas. Luego volvía a casa galopando. No creas que era una diversión: más bien me he sentido desgraciada allí en muchas ocasiones. Si me he sentido feliz una vez cada semana, ha sido todo lo más. Como el primer día que te quedaste en cama yo había quedado con Linton en volver a verle, aproveché la oportunidad. Pedí a Miguel la llave del parque, asegurándole que tenía que visitar a mi primo, ya que él no podía venir porque ello no le agradaba a papá. ‑Después hablamos de lo de la jaca, y le ofrecí libros, sabiendo que es aficionado a leer. No puso muchas dificultades en complacerme, porque, además, piensa despedirse pronto. Como se casa...

Cumbres BorrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora