Una carta de luto nos anunció la vuelta del amo. En ella se contenían instrucciones para preparar el luto de su hermana y la instalación de su sobrino. Cati estaba encantada con la idea de volver a ver a su padre, y no hacía más que hablar de su verdadero primo, como ella decía. Por fin, llegó la tarde en que el amo debía regresar. Desde por la mañana, la joven se había ocupado en sus pequeños quehaceres, y en vestirse de negro (aunque la pobre no sentía dolor alguno por la muerte de su desconocida tía). Finalmente me obligó a que fuera con ella hasta la entrada de la finca para recibir a los viajeros.
‑Linton tiene seis meses justos menos que yo ‑me decía mientras pisábamos el verde césped de las praderas, bajo la sombra de los árboles‑. ¡Cuánto me gustará tener un compañero con quien jugar! La tía Isabel envió una vez a papá un rizo del cabello de Linton: era tan fino como el mío, pero más rubio. Lo he guardado en una cajita de cristal, y siempre he pensado que me gustaría mucho ver a su dueño. ¡Y papá viene también! ¡Querido papá! ¡Vamos deprisa, Elena!
Se adelantó corriendo y se volvió atrás muchas veces antes de que yo llegara a la verja. Nos sentamos en un recuesto del camino cubierto de hierba pero Cati no estaba tranquila un solo instante.
‑¡Cuánto tardan! ¡Ay, mira, una nube de polvo en la carretera! ¡Ya llegan! ¡Ah, no! ¿Por qué no nos adelantamos media milla, Elena? Sólo hasta aquel grupo de árboles, ¿ves? Allí...
Pero yo me negué. Al fin vimos el carruaje. Cati empezó a gritar en cuanto divisó la faz de su padre en la ventanilla. Él se apeó tan anheloso como ella misma, y ambos se abrazaron, sin ocuparse de nadie más. Entretanto, yo miré dentro del coche. Linton venía dormido en un rincón, envuelto en un abrigo de piel como si estuviéramos en invierno. Era un muchacho pálido y delicado, parecidísimo al señor, pero con un aspecto enfermizo que éste no tenía. Eduardo, al ver que yo miraba a su sobrino, me mandó cerrar la portezuela, para que el niño no se enfriase. Cati quería verle, pero su padre se obstinó en que le acompañara, y los dos subieron por el parque, mientras yo me adelantaba para prevenir a la servidumbre.
‑Querida ‑dijo el señor‑; tu primo no está tan fuerte como tú, y hace poco que ha perdido a su madre. Así que por ahora no podrá jugar mucho contigo. Tampoco le hables demasiado. Déjale que duerma esta noche, ¿quieres?
‑Sí, sí papá ‑respondió Catalina‑, pero quiero verle, y él no ha sacado la cabeza siquiera.
El coche se paró, despertó el muchacho y su tío le cogió y le bajó a tierra.
‑Mira a tu prima, Linton ‑le dijo, haciéndoles darse la inano‑ Te quiere mucho, así que procura no disgustarla llorando, ¿eh? Ponte alegre, el viaje se ha acabado, y no tienes que hacer más que pasarlo bien y divertirte.
‑Entonces déjeme irme a acostar ‑‑contestó el niño soltando la mano de Cati y llevándosela a los ojos donde asomaban algunas lágrimas.
‑Ea, hay que ser un niño bueno ‑murmure yo, mientras lo conducía adentro‑. Va usted a hacer que llore su primita. Mire qué triste se ha puesto viéndole llorar.
Sería por él o no, pero su prima había puesto efectivamente una expresión muy triste también. Subieron los tres a la biblioteca y allí se sirvió el té. Yo quité a Linton el abrigo y la gorra. Le senté en una silla, pero en cuanto estuvo sentado empezó a llorar otra vez. El señor le preguntó qué le pasaba.
‑Estoy mal en esta silla ‑repuso el muchacho.
‑Pues siéntate en el sofá y Elena te llevará allí el té ‑repuso pacientemente el señor.
Yo comprendí que su buen carácter había sido puesto a prueba durante el viaje. Linton se dirigió al sofá. Cati se sentó a su lado en un taburete, sosteniendo la taza en la mano. Al principio guardó silencio, pero luego empezó a hacer caricias a su primito, a besarle en las mejillas y a ofrecerle té en un plato como si fuera un bebé. A él le agradó aquello y en su rostro se dibujó una sonrisa de complacencia.
‑Esto le convendrá ‑‑dijo el amo‑. Si podemos tenerle con nosotros, la presencia de una niña de su misma edad le infundira animos, y si desea adquirir fuerzas, lo conseguira.
«Eso será, en efecto, si podemos tenerle con nosotros», me dije bastante preocupada. Y me imaginé lo que sería de aquel muchacho entre su padre y Hareton. Pero nuestras dudas se resolvieron pronto. Había yo llevado a los niños a sus habitaciones y dejado dormido ya a Linton, y estaba en el vestíbulo encendiendo una vela para la alcoba del señor, cuando apareció una criada y me manifestó que José, el criado de Heathcliff, deseaba hablar con el amo.
‑¡Qué horas tan intempestivas, y más sabiendo que el señor regresa de un largo viaje! ‑‑dije‑. Voy a hablar yo primero con él.
José, entretanto, había cruzado ya la cocina y entraba en el vestíbulo. Iba vestido con el traje de los días de fiesta, tenía en su rostro la más agria de sus expresiones, y mientras sostenía en una mano el sombrero y en la otra el bastón, se limpiaba las botas en la alfombrilla.
‑Buenas noches, José ‑le dije‑. ¿Qué te trae por aquí?
‑Con quien tengo que hablar es con el señor Linton ‑repuso.
‑El señor Linton se está acostando ya, y a no ser que tengas que decirle algo muy urgente, no podrá recibirte... Vale más que te sientes y me digas lo que sea.
‑¿Cuál es el cuarto del señor? ‑contestó él mirando todas las puertas cerradas.
Viendo su insistencia, subí a la habitación de mala gana y anuncié al señor la presencia del importuno visitante, aconsejándole que le mandara volver al otro día. Pero José me había seguido, entró, se plantó apoyado en su bastón, y empezó a hablar en voz fuerte, como quien se prepara a discutir:
‑Heathcliff me envía a buscar a su hijo y no me ire sin él.
Eduardo permaneció silencioso un momento. Una expresión de pena se pintó en su rostro. Se dolía del niño y recordaba las angustiosas recomendaciones de Isabel para que le tomase a su cargo. Pero por más que buscó, no encontró pretexto alguno para una negativa. Cualquier intento de su parte hubiera dado más derechos al reclamante. Tenía, pues, que ceder. No obstante, no quiso despertar al niño.
‑Diga al señor Heathcllff ‑respondió con serenidad‑ que su hijo irá mañana a «Cumbres Borrascosas». Pero ahora no, porque está acostado ya. Dígale también que su madre le confió a mis cuidados.
‑No ‑insistió José, golpeando el suelo con el bastón‑. Todo eso no conduce a nada. A Heathcliff no le importan nada la madre del niño ni usted. Lo que quiere es al chico, y ahora mismo.
‑Esta noche no ‑repitió mi amo‑. Váyase y transmita a su amo lo que le he dicho. Acompáñale, Elena. ¡Váyase ... !
Y como el viejo persistiera en no irse, le cogió de un brazo y le sacó a la fuerza.
‑¡Está bien! ‑gritó José mientras se iba‑. Mañana vendrá mi amo y veremos si usted se atreve a echarle así.
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Cumbres Borrascosas
RomanceLa señora Dean, que sirve a Lockwood en la Granja de los Tordos y cuidó de ellos cuando eran niños, le cuenta la historia de las dos familias que viven en la zona, los Linton y los Earnshaw. El señor Earnshaw, dueño de Cumbres Borrascosas, trajo un...