Capítulo 33

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A los quince días de irse usted ‑empezó la señora Dean‑ me llamaron para que fuese a «Cumbres Borrascosas», lo que hice con el mayor placer pensando en Cati. Al verla quedé asustada y disgustadísima: tal era el cambio que aprecié en ella desde que la viera por última vez. El señor Heathcliff no detalló los motivos por los que me hacía ir. Se limitó a decirme que me reservase la salita para su nuera y para mi, ya que de sobra tenía con verla una o dos veces diarias. A ella esto le gustó. Yo comencé a pasarle ocultamente libros y cosas que tenía en la «Granja» y le agradaban, y esperábamos pasarlo bastante bien. Pero no tardamos en desengañarnos. Cati se volvió muy pronto melancólica y se irritaba por cualquier niñería. No le permitían salir del jardín y esto aumentaba su disgusto, sobre todo a medida que iba entrando la primavera. Además, yo tenía que atender a las cosas de la casa, y ella tenía que quedarse sola en su cuarto. Yo no hacía caso de todo eso, pero como Hareton tenía muchas veces que irse a la cocina cuando el amo quería estar solo en el salón, ella principió a cambiar de modo de ser respecto a él. Siempre estaba hablándole, zahiriéndole, criticando la vida que llevaba.

‑¿Verdad, Elena ‑dijo en una ocasión‑, que hace la misma vida de un perro o de una caballería? Trabaja, come y duerme sin preocuparse de más. ¡Qué vacía debe de tener la cabeza y qué oscuro el espíritu! ¿Sueñas alguna vez, Hareton? ¿Qué piensas? ¿Por qué no hablas?

Y miró a Hareton, pero él no se dignó contestarle ni mirarla siquiera.

‑Puede que ahora esté soñando ‑continuó Cati‑. Ha hecho un movimiento como los que hace Juno.

‑El señorito Hareton acabará pidiendo al amo que la envíe a usted arriba si no se porta usted bien con él ‑le dije.

Hareton no sólo había hecho un movimiento, sino que hasta había cerrado amenazadoramente los puños.

‑Ya sé por qué Hareton no habla nunca cuando yo estoy en la cocina ‑siguió ella‑. Tiene miedo de que me mofe. Una vez empezó él solo a aprender a leer, y porque me reí de él echó los libros al fuego. ¿Qué te parece, Elena?

‑¿Cree usted que hizo bien, señorita? ‑repuse.

‑Puede que no me portase bien ‑contestó ella‑, pero yo no creía que él fuera tan tonto. Hareton, ¿quieres un libro?

Y le entregó uno que ella había estado leyendo, pero él lo tiró al suelo, amenazándola con romperle la cabeza si no le dejaba en paz.

‑Bueno: me voy a acostar ‑dijo ella‑. Lo dejo en el cajón de la mesa.

Y se fue, después de advertirme por lo bajo que estuviese atenta para ver si Hareton cogía el libro. Pero con gran enojo de Cati, no lo cogió. Ella estaba disgustada de la pereza de Hareton, y también de haber sido culpable de paralizar su deseo de aprender. Se aplicaba, pues, a remediar el mal. Mientras yo planchaba o hacía cualquier cosa, Cati solía leer en voz alta algún libro interesante. Si Hareton estaba presente, acostumbraba a interrumpir la lectura en los pasajes de más emoción. Luego dejaba el libro allí mismo, pero él se mantenía terco como una mula, y no picaba el anzuelo. Los días lluviosos se sentaba al lado de José, y los dos permanecían quietos como estatuas al lado del fuego. Si la tarde era buena, Hareton salía a cazar, y Cati bostezaba, suspiraba y se empeñaba en hacerme hablar. Y luego, cuando lo conseguía, se marchaba al patio o al jardín, y acababa en llanto.

Heathcliff se hundía en su misantropía cada vez más, y casi no permitía a Hareton que apareciese por la sala. El muchacho sufrió a primeros de marzo un percance que le relegó a vivir casi de continuo en la cocina. Andando por el monte se le disparó la escopeta y la carga le hirió en un brazo. Cuando llegó a casa había perdido mucha sangre. Hasta que estuvo curado tuvo que permanecer en la cocina casi continuamente. A Cati le agradó que estuviera allí. Me incitaba constantemente a hacer algo abajo, para tener motivos de bajar ella.

Cumbres BorrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora