Capítulo 18

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Los doce años posteriores a aquella dolorosa época ‑prosiguió diciendo la señora Dean‑ fueron los más dichosos de toda mi vida. Mis únicas preocupaciones consistían en las pequeñas enfermedades que sufría la niña, como todo niño sufre, sea rico o pobre. A los seis meses empezó a crecer como un árbol y andaba y hasta hablaba a su manera antes de que las plantas floreciesen dos veces sobre la tumba de la señora Linton. Era el más hechicero ser que haya alegrado jamás una casa desolada. Tenía los negros ojos de Earnshaw, y la blanca piel y los rubios cabellos de los Linton. Su carácter era altivo, pero no brusco y su corazón sensible y afectuoso en extremo. No se parecía a su madre. Era dulce y suave como una paloma. Tenía la voz suave y la expresión pensativa. Jamás se enfurecía por nada. Empero, es preciso confesar que contaba entre sus cualidades algunos defectos. Ante todo, su tendencia a mostrarse insolente y la torcida manera de ser que todo niño mimado, sea bueno o malo, demuestra. Si alguno la contrariaba, salía siempre con lo mismo: «Se lo diré a papá.» Cuando él la reprendía, aunque sólo fuese con un gesto, ella consideraba el suceso como una terrible desgracia. Pero me parece que el señor no le dirigió Jamás una palabra áspera. Él mismo tomó su instrucción a su cargo. Afortunadamente, era inteligente y curiosa, y aprendió muy pronto.

A los trece años, aún no había cruzado ni una sola vez el recinto del parque sin ir acompañada. En alguna ocasión el señor Linton la llevaba a pasear a una o dos millas de distancia, pero no la confiaba a nadie más. Para los oídos de la niña, la palabra Gimmerton no quería decir nada. No había entrado en otra casa que en la suya, salvo en la iglesia. Para ella no existían ni «Cumbres Borrascosas», ni el señor Heathcliff. Vivía en perfecta reclusión y parecía contenta de su estado. A veces, mientras miraba el paisaje desde la ventana, me preguntaba:

‑Elena, ¿cuánto se tardaría en llegar a lo alto de aquellos montes? ¿Y sabes tú qué hay al otro lado? ¿El mar?

‑No, señorita ‑contestaba yo‑. Hay otros montes iguales.

‑¿Qué aspecto tienen esas rocas doradas cuando se está junto a ellas? ‑me preguntó un día.

El acantilado del risco de Penninston atraía mucho su atención, sobre todo cuando el sol poniente bañaba su cima dejando en penumbra el resto del panorama. Yo le dije que eran áridas masas de piedra, entre cuyas grietas crecía algún que otro árbol raquítico.

‑¿Y cómo brillan tanto después de oscurecer? ‑siguió preguntando.

‑Porque están mucho más altas que nosotros ‑repuse‑. Usted no podría subir a esas rocas; son demasiado abruptas y altas. En invierno, la nieve cae allí antes que en sitio alguno. Hasta en pleno verano he hallado nieve yo en una grieta que hay al Nordeste.

‑Si tú has estado ‑dijo, regocijada‑ también yo podré ir cuando sea mayor. ¿Papá ha estado allí, Elena?

‑Su papá le diría ‑me apresure a contestar‑ que ese sitio no merece la pena de visitarlo. El campo por donde pasea usted con él es mucho más hermoso y el parque de esta casa es el sitio más bonito del mundo.

‑Pero yo conozco el parque, y ese sitio no ‑murmuró ella‑. ¡Cuánto me gustaría mirar desde lo alto de aquella cumbre! Tengo que ir alguna vez en mi jaquíta Minny.

Una de las criadas le habló un día de la «Cueva Encantada». Esto le interesó tanto, que no hizo más que abrumar al señor Linton con su insistencia en ir a visitarla. Él le prometió que la complacería cuando fuera mayor. Pero la niña contaba su edad de mes en mes y frecuentemente preguntaba:

‑¿Soy ya bastante crecida?

Mas Eduardo no tenía deseo alguno de ir, porque el camino pasaba cerca de «Cumbres Borrascosas», y esto no le placía. Solía, pues, contestar:

Cumbres BorrascosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora