Déjame que te explique

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"...Déjame que te explique el por qué de una sonrisa y podré entregarte el amor en su esencia, déjame que te ilumine en tu llanto y conseguirás atrapar de mí, la parte más sutil. Pero no intentes que te demuestre mi amor, eso solo lo sabe hacer mi corazón y hace tiempo que no hablamos..."

Otro párrafo que no terminaba de decir nada de lo que quería escribir, hacía más de una semana que no sonaba mi teléfono y ella seguía repitiendo en mi cabeza que comería sola.

Concentrarme era una tarea tan difícil como resolver un problema de física cuántica para un niño de tercer grado. Donde iba me encontraba entre dos sentimientos que luchaban por un único lugar decididos a no ceder, ignorando que cada minuto que trascurría yo sumaba indecisión y restaba inspiración.

A mi derecha, el logro de haberme superpuesto a aquella invitación que no tenía más remedio que terminar, ya entrada la mañana, en un adiós luego de una ducha en su departamento. Fortaleza meticulosamente decorada donde tenían lugar permanente un montón de cosas menos yo, ese departamento donde al mudarse había llevado todo menos sus sentimientos. Me preguntaba si los habría perdido en la mudanza, como tantas otras cosas que mágicamente suelen desaparecer, dejando la duda eterna entre el olvido inconsciente o la falta de atención al embalar.

A mi izquierda la soledad, que lejos estaba de felicitarme por mi decisión y de atender a mi necesidad de no sufrir, de no tristeza, se encontraba dispuesta a recordarme constantemente que podía haber perdido toda posibilidad de volver a oír su encantadora voz.

Me costaba realmente mucho contener mis ganas de llamar. ¡Es más difícil que dejar de fumar! grite para mis adentros, parecía adicto a ella. Era la vez número mil que intentaba dejarla, de hecho, pocas veces había logrado pasar más que unos pocos días sin llamarla, y ya iba un mes. Un mes desde que mi teléfono sonara aquella tarde y rechazara su invitación, un mes ya que pagaba el costo del silencio con días sin inspiración, días donde mi hoja se reía, blanca y vacía.

Me incorpore del borde de la cama, estaba vestido para salir, pero no tenía a donde, existen momentos en que estamos más acompañados con nosotros mismos que con mil personas a nuestro alrededor, pero hoy yo estaba solo, conmigo y solo.

Evalué mis opciones, un café en aquel parador sobre la costa no estaría nada mal. Ya pasaban dos noches desde que había llegado a la hostería y era hora de dedicarme a lo que había venido a hacer, tenía que escribir mi libro y el contrato me dejaba menos de dos meses para la presentación al editor. Luego de varios intentos infructuosos y algunas noches de insomnio, comencé a escribir una historia que realmente no sabía para donde iba, una historia que se escribía sola como si alguien me dictase y los renglones se sucedían, algunos con más facilidad que otros. Aun así, seguía sin saber que era lo que estaba escribiendo y me resultaba muy difícil continuar en casa sentado junto a un teléfono que me ignoraba, entonces decidí hacer un viaje. El mar siempre fue instrumento de inspiración para mí, acostumbraba a equilibrar mis energías...

La campera apenas podía contener el calor de mi cuerpo, la temperatura en la costa puede estar por debajo de los cero grados, por lo que realmente era necesario tener mucho abrigo para no acabar enfermo.

Caminé las dos cuadras que me separaban del parador, llevaba mis cigarrillos, cuaderno, lápiz, birome y una goma que amenazaba con desaparecer entre mis dedos.

La calle de tierra acompañaba la orilla del mar. Llegue hasta la puerta de madera del café y al ingresar reparé en que todo estaba como siempre, el tiempo no corría por aquellos lugares donde la gente ignoraba su paso. Elegí una mesa junto al ventanal que, como un cuadro en constante movimiento, tenía la playa de escenario.

La madera gastada de mi mesa, tenía tatuados algunos nombres de parejas y amantes, que habían inmortalizado un verano con la fecha bajo un corazón desprolijamente tallado.

Gire buscando a quien atendía, y me encontré con un viejo conocido. Augusto tenía, creo, mas años que el mar. Su simpatía no conocía la impaciencia y a lo largo de mi vida me había servido infinidad de cafés, en tardes con sol, noches de lluvia, mañanas de frió y de calor.

Lo mire a los ojos, esperaba que me reconociera, comúnmente nosotros recordamos a quien nos ha atendido más de una vez, pero olvidamos que ellos siguen atendiendo a infinidad de personas una vez que nos retiramos. Por suerte este no era el caso del viejo Augusto, el parecía recordar a cada uno de los que habían pasado por sus mesas, a cada alma a la que había servido y calentado con un suave café. Y como si hubiera sido ayer cuando le pedí el último café, sonrió...

- Una lagrima verdad? – Su sonrisa no podía ser más cálida, su rostro trasmitía la calma de quien no tiene apuro alguno.

- Si, gracias – No podía creer que lo recordara.

- Como anda Augusto? tanto tiempo – Le pregunté mientras se volvía hacía la vieja cafetera.

- Muy bien, muchacho- Respondió desde atrás de su barra de madera rojiza veteada con interminables líneas que la decoraban armoniosamente, atestada de fotos viejas y recuerdos ordenados. Tardó solo unos minutos en regresar hasta donde yo estaba, me dejó la taza en la mesa y volvió a la cocina, parecía que siempre tenía algo que hacer.

Una vez servido, acomodado el cuaderno, destapada la pluma, no quedaba más que volver a mi historia, respire hondo, como quien va a hundirse en el agua esperando llegar al otro borde de la pileta, y comencé un nuevo capítulo...  

Un sueño entre la Tinta y el MarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora