Un animal atento

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  Sabemos que una justificación de la igualdad de las inteligencias sería también tautológica.Tomaremos pues otra vía: sólo hablaremos de lo que veamos; citaremos los hechos sin pretenderasignarles la causa. Primer hecho: «Veo que el hombre hace cosas que los otros animales no hacen. Llamoa este hecho espíritu, inteligencia, como me da la gana; no explico nada, doy un nombre a lo que veo.»32Puedo decir asimismo que el hombre es un animal razonable. Con eso diré que el hombre dispone de unlenguaje articulado del que se sirve para hacer palabras, figuras, comparaciones, con el objetivo decomunicar su pensamiento a sus semejantes. En segundo lugar, cuando comparo a dos hombres entreellos, «veo que, en los primeros momentos de vida, tienen totalmente la misma inteligencia, es decirhacen exactamente las mismas cosas, con el mismo objetivo, con la misma intención. Digo que estos doshombres tienen una inteligencia igual, y esta palabra inteligencia igual es un signo abreviado de todos loshechos que he advertido observando a dos niños de muy temprana edad».Más tarde, veré hechos diferentes. Constataré que estas dos inteligencias ya no hacen las mismascosas, que no obtienen los mismos resultados. Podré decir, si quiero, que la inteligencia de uno está másdesarrollada que la del otro si sé, aún ahí, que solamente describo un hecho nuevo. A ese respecto, nadame impide hacer una suposición. No diré que la facultad del uno es inferior a la del otro. Supondrésolamente que una no fue ejercitada igual que la otra. Nada me lo demuestra con certeza. Pero nadademuestra lo contrario. Me basta saber que este defecto de ejercicio es posible y que muchas experienciaslo certifican. Desplazaré pues ligeramente la tautología: no diré que tiene menos éxito porque es menos inteligente.Diré que quizá obtuvo un trabajo menos bueno porque trabajó menos bien, que no vio bien porque no observóbien. Diré que prestó a su trabajo una atención menor.Por ahí quizá no he avanzado mucho, pero sí lo bastante para salir del círculo. La atención no es ni unbulto del cerebro, ni una cualidad oculta. Es un hecho inmaterial en su principio y material en sus efectos:tenemos mil maneras de comprobar la presencia, la ausencia o la intensidad mayor o menor de la atención.Hacia eso tienden todas las prácticas de la enseñanza universal. En definitiva la atención desigual es unfenómeno cuyas causas posibles nos son razonablemente sugeridas por la experiencia. Sabemos porqué losniños pequeños emplean una inteligencia tan similar en su exploración del mundo y en su aprendizaje dellenguaje. El instinto y la necesidad los conducen por igual. Todos tienen que satisfacer las mismas necesidadesy todos por igual quieren entrar plenamente en la sociedad de los humanos, en la sociedad de los sereshablantes. Y para eso sólo necesitan que la inteligencia no esté quieta. «Este niño está rodeado de objetos quele hablan, todos a la vez, en lenguajes diferentes; necesita estudiarlos separadamente y en su conjunto; notienen ninguna relación y se contradicen a menudo. No puede concluir nada de todos estos idiomas con losque la naturaleza habla al mismo tiempo a su ojo, a su tacto y a todos sus sentidos. Es necesario que repitaconstantemente para acordarse de tantos signos por completo arbitrarios (...) iCuánta atención es necesariapara todo eso!»33Una vez dado este paso, la necesidad se hace menos imperiosa, la atención menos constante y el niño seacostumbra a aprender a través de los ojos de otro. Las circunstancias se hacen distintas y desarrolla lascapacidades intelectuales que tales circunstancias le piden. Lo mismo sucede con los hombres del pueblo.Es inútil discutir si su «menor» inteligencia es efecto de la naturaleza o de la sociedad: desarrollan lainteligencia que las necesidades y las circunstancias de su existencia les exigen. Allí donde cesa lanecesidad, la inteligencia descansa, a menos que alguna voluntad más fuerte se haga oír y diga: continúa;mira lo que has hecho y lo que puedes hacer si aplicas la misma inteligencia que has empleado ya,poniendo en todas las cosas la misma atención, no dejándote distraer de tu rumbo.Resumamos estas observaciones y digamos: el hombre es una voluntad servida por unainteligencia. Quizá basta que las voluntades sean imperiosas de un modo desigual para explicar lasdiferencias de atención que tal vez bastarían para explicar la desigualdad de los resultados intelectuales.El hombre es una voluntad servida por una inteligencia. Esta formulación es heredera de una largahistoria. Resumiendo el pensamiento de los espíritus dominantes del siglo XVIII, Saint–Lambert afirmó:El hombre es una organización viva servida por una inteligencia. La fórmula mostraba su materialismo.Y, en el tiempo de la Restauración, el apóstol de la contrarrevolución, el vizconde de Bonald, la invirtiópor completo. El hombre, declaraba, es una inteligencia servida por órganos. Pero esta inversiónproclamaba una restauración muy ambigua de la inteligencia. Lo que al vizconde le desagradó de lafórmula del filósofo no era que ésta le otorgara una parte muy insignificante a la inteligencia humana. Élmismo le daba muy poca importancia. Lo que le había desagradado, por contra, era ese modelorepublicano de un rey al servicio de la organización colectiva. Lo que él quería restaurar era el ordenjerárquico correcto: un rey que manda y hombres que obedecen. La inteligencia soberana, para él, no erapor cierto la del niño o la del obrero dirigida hacia la apropiación del mundo de los signos; era lainteligencia divina ya inscrita en los códigos dados a los hombres por la divinidad, en el lenguaje mismoque no debía su origen ni a la naturaleza ni al arte humano sino al puro don divino. El destino de lavoluntad humana era someterse a esa inteligencia ya manifestada, inscrita en los códigos, tanto en los dellenguaje como en los de las instituciones sociales.Esa toma de partido implicaba una cierta paradoja. Para asegurar el triunfo de la objetividad social yde la objetividad del lenguaje sobre la filosofía «individualista» de la Ilustración, Bonald debía asumircomo propias las formulaciones más «materialistas» de esa misma filosofía. Para negar toda anterioridaddel pensamiento sobre el lenguaje, para prohibir a la inteligencia todo derecho a la búsqueda de unaverdad que le fuese propia, tenía que unirse con los que habían reducido las acciones del espíritu al puro mecanismo de las sensaciones materiales y de los signos del lenguaje; hasta burlarse de estos monjes delmonte Athos que, al contemplar los movimientos de su ombligo, se creían habitados por la inspiracióndivina.34 Así esta connaturalidad entre los signos del lenguaje y las ideas del entendimiento que el sigloXVIII había buscado y que el trabajo de los Ideólogos había perseguido estaba recuperada, pero vuelta afavor de la primacía de lo instituido, en el marco de una visión teocrática y sociocrática de la inteligencia.«El hombre, escribe el vizconde, piensa su palabra antes de hablar su pensamiento.»35 Teoría materialistadel lenguaje que no nos deja ignorar el pensamiento piadoso que la anima: «Guardiana fiel y perpetua deldepósito sagrado de las verdades fundamentales del orden social, la sociedad, considerada en general, daconocimiento de ella a todos sus niños a medida que entran en la gran familia.»36Frente a estos pensamientos dominantes, una mano colérica garabateó sobre su ejemplar estaslíneas: «Comparen toda esta verborrea escandalosa con la respuesta del oráculo sobre la ignorancia sabiade Sócrates.»37 No es la mano de Joseph Jacotot, es la del colega del Señor de Bonald en la Corte, elcaballero Maine de Biran que, un poco más tarde, cambió en dos líneas todo el edificio del vizconde: laanterioridad de los signos del lenguaje no cambia nada respecto a la preeminencia del acto intelectualque, para cada niño, les da sentido: «El hombre sólo aprende a hablar vinculando ideas con las palabrasque adquiere de su nodriza.» Coincidencia a primera vista asombrosa. En primer lugar porque se ve malaquello que puede acercar al antiguo teniente de los guardias de Luis XVI con el antiguo capitán de losejércitos del año I, al noble administrador y al profesor de la escuela central, al revolucionario exiliado yal diputado de la Corte monárquica. A lo sumo, se pensará, ambos habían tenido veinte años cuando seprodujo el desencadenamiento de la Revolución, ambos habían dejado a los veinticinco años el ruidosoParís y ambos habían meditado bastante detenidamente y con distancia sobre el sentido y la virtud quepodía tomar o retomar, en medio de tantos trastornos, el viejo proverbio socrático. Jacotot lo entiende másbien a la manera de los moralistas, Maine de Biran a la de los metafísicos. Sin embargo, ambos tienen unavisión común que sostiene la misma afirmación de la primacía del pensamiento sobre los signos dellenguaje: un mismo marco de la tradición analítica e ideológica dentro del cual uno y otro habían formadosu pensamiento. Ya no es en la transparencia recíproca de los signos del lenguaje y de las ideas delentendimiento donde hay que buscar el autoconocimiento y el poder de la razón. Lo arbitrario del querer–sea revolucionario o imperial– cubrió enteramente esa tierra prometida de las lenguas bien hechas que seesperaba de la razón de ayer. También la certeza del pensamiento es anterior a las transparencias dellenguaje –sean republicanas o teocráticas–. Dicha certeza se apoya en su propio acto, en esa tensión delespíritu que precede y orienta toda combinación de signos. La divinidad del tiempo revolucionario eimperial, la voluntad, encuentra su racionalidad en este esfuerzo de cada uno sobre sí mismo, en estaautodeterminación del espíritu como actividad. La inteligencia es atención y búsqueda antes de sercombinación de ideas. La voluntad es potencia de movimiento, potencia de actuar según su propiomovimiento, antes de ser instancia de elección.   

El maestro ignoranteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora