Prólogo

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En aquel lugar y con aquel trabajo, cada día para Caldri era igual: levantarse, desayunar en silencio con los compañeros e ir a hacer muñecos de cerámica ordenados desde arriba hasta la hora de comer, entonces comía de nuevo en silencio con los compañeros y volvía a hacer muñecos de cerámica que le ordenaban desde arriba. De no ser porque cada muñeco tenía que llevar su papel de identificación, a veces juraría que se dejaba alguno por hacer. Si fuera así, más de una persona en el mundo se lo agradecería.

Todos los de aquella inmensa planta, como los de las inferiores y superiores salvo la última, recogían un papelito con un nombre y una foto cada media hora de una máquina situada a su derecha, realizaban el muñeco con arcilla en el centro de su espacio y lo depositaban en una caja a su izquierda. Cada doce muñecos una persona desanimada la recogía y se la llevaba. Ninguno sabía dónde iban a parar los muñecos, dónde los dejaban hasta que se rompían, que solía ocurrir una semana después, pero sí sabían que primero pasaban por ella.

En alguna ocasión, se había dado el caso de que a alguno se le hubiera pasado crear uno de los muñecos, o crearlo, pero no mandarlo. En el primer caso, mínimo le concedía al humano una semana más, en el segundo caso, tan solo un día más.

Aquel día no prometía ser nada nuevo: levantarse, desayunar en silencio con los compañeros e ir a hacer muñecos de cerámica ordenados desde arriba hasta la hora de comer, entonces comería de nuevo en silencio con los compañeros y volvería a hacer muñecos de cerámica que le ordenaban desde arriba. Sin embargo, al coger el siguiente papel que le llegó desde la máquina que se conectaba directamente con la parte más alta del edificio, Caldri se vio obligada a dejar su puesto.

–Se supone que no podemos levantarnos –le dijo uno de sus compañeros con voz agotada y apesadumbrada.

–Tantas cosas se suponen de nosotros –respondió mientras se cerraban las puertas del ascensor.

Con el papel en la mano, Caldri recordó cómo fue recibir el primer papel con el nombre de un desconocido que sabía que una semana más tarde, como poco, moriría. La primera noche no pudo dormir pensando en cuántos muñecos había hecho, en cuántos humanos iban a morir. Y eso solo contando los suyos.

Cada planta se dedicaba a un continente del mundo y por dentro estaba dividida en países. No las había visitado, pero se lo explicaron en las clases que tuvo que dar antes de entrar allí, así como que los animales también tenían sus plantas. Su planta correspondía a América del Norte.

Desde que nació supo de su don y supo que al cumplir los dieciséis años tendría que abandonar su hogar para ir a aquel lugar como interina, por lo que ni siquiera ellos sabían dónde se situaban al no salir nunca. También supo que tendría que recibir unas clases de preparación, pero estas solo le sirvieron para saber cuál era su planta, cuál sería el sitio en el que comería, cuál sería su lugar de trabajo, de dónde recibiría el papel, dónde debía hacer el muñeco y dónde debía dejarlo. Absolutamente nada más. Ella esperaba que al menos le sirvieran para cómo afrontar ser la causante de otras muertes.

–Debe ser importante si has subido hasta aquí.

Aquella voz la sacó de sus pensamientos, obligándola a salir del ascensor y dar al menos unos pasos. No quería acercarse demasiado.

–He recibido un papel... –se quedó callada no sabiendo como adjetivarlo.

–Cada uno recibís veinticuatro papeles al día –sentenció sin girar la silla–. ¿Por qué iba a ser importante ese que llevas en las manos?

No había dudado ni un segundo en levantarse de su silla y subir hasta ahí, pero en aquel momento dudaba incluso de qué decir, así que lo soltó sin más.

–En el papel pone Katsa Cypher Amnell.

La chica del Dragón II: Creer es poder.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora