Capítulo 28: Reconstruír.

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Enredados en el sentimiento de la confusión, atados con el nudo más potente: el amor. Alejados a una distancia considerable que a cada tirón, se acortaba, apegándolos cual imanes.

Dos días habían pasado desde el último contacto que habían tenido. Se sentían extraños, lo suficientemente cobardes como para no animarse a hablarse. ¿Qué había pasado? Un beso en la comisura, estuvo de por medio, dejándolos atónitos. Guillermo se había armado de emociones que se entremezclaron con valentía, obligándolo a cumplir con su deseo. Samuel, quería más, y poco podía pedir.

Una pequeña rosa los describiría. Hermosa relación, que reluce ante las desgracias que los fortalecen. Preciosos ante la vista, un entretenimiento placentero. Dañinos como las espinas que la rodean.

Y así se encontraban.

Les dolía ese pequeño acto, pero amaban tanto al dolor, que no les importaba caer nuevamente... hasta romperse. Querían lastimarse, darse caricias suaves como lijas, y besos prendidos fuego; entregarse sentimientos helados hasta quemarse, y soltar palabras ahogantes. Porque estaban enamorados, al punto de darlo todo.

El pelinegro no se arrepentía, quería de vuelta a su novio, revivir las sonrisas y solucionar las tristezas. Él, anhelaba la compañía de quien más la necesitaba. Buscaba estar con él en todo momento, reiniciar la historia que habían abandonado a medias; realmente le extrañaba, a él y toda su esencia. Lucharía con la espada rota, de ser necesario, por recuperarlo. No le importaba nada, ni nadie.

Pero Samuel no se sentía así... estaba necesitando aún más. Quería todo de Guillermo, incluso que lo destruya en cientos de pedazos. Extrañaba sus abrazos, sus besos y palabras, pasar tiempo compartido, incomodarlo, acostarse con él, verle reír... verlo feliz. Aquel juguetón e inocente beso, lo tenía hipnotizado. Probar la droga más adictiva, no se comparaba con aquella pequeña acción. Su plan de alejamiento se había esfumado junto con el sol, que parecía no reaparecer con las tormentas que atacaban torrencialmente a Madrid.

Se iban a reconstruir, el uno al otro.

Miró confundido el suelo, recordó sus ojos, la forma en la que se perdió en ellos al instante. Era inevitable, éstos traían una mezcla de emociones en él, que arrasaba con su cordura. Y es que, ¿cómo resistirse ante las palabras que no podía oír? Sus orbes tan pequeños le hablaban, le transmitían lo que jamás logró decir. La frustración y decepción, la tristeza, desolación... todo lo sabía, todo lo decía a su manera. Pudo leerlos, ver las letras juntarse en oraciones que él descifraba.

Se sentía mal.

Muy mal.

Y Samuel era el culpable.

Él quería cambiar, arreglar sus actitudes. Reparar el daño, sin borrar la cicatriz que sanaría para recordarles el fallo que no debían cometer. La diferencia entre antes y ahora, es que no podía ni debía, fallar en nada.

[...]

Las horas corrían, y el anochecer no tardó en aparecer, obteniendo un cielo iluminado por segundos debido a los fuertes relámpagos que atacaban la ciudad. Guillermo tenía una duda rondándole la cabeza, ¿esto estaba bien?, ¿era lo correcto, o se estaba precipitando? No sabía con exactitud la respuesta, pero quería averiguarlo.

No le dio más tiempo a sus pensamientos, que llevó el dedo al timbre. Presionó dos segundos, y lo soltó con timidez. Una vez más, recreó la escena que había planeado, convencido de que así le saldría todo, como él quería.

La puerta se abrió con un Samuel en chándal, probablemente acababa de volver del gimnasio. Abrió sus ojos como platos al encontrarse con su intento de amigo, frente a él. ¿Qué hacía aquí?

Compañeros amorosos ∫ wigettaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora