2. Los dolores de Dolores

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Mi abuela se había mudado a mi casa para contaminar los recuerdos de mi infancia, ocupar los sillones donde se sentaban mis papás, llenar todo del olor de su spray barato. La sala siempre estaba llena de sus amigas urracas, todas con el pelo en forma de cresta de gallo y pintado de colores ridículos. Tomaban café, comían galletitas, hablaban de todo menos de mí. ¿Cómo podía Dolores hablar de mí? No me conocía. No sabía que era físicamente imposible para mí comer verduras de color verde. Jalándome del pelo intentaba obligarme a engullir espinacas y acelgas. Estrellaba el tenedor contra mi boca cerrada hasta que en una ocasión, apenas fui un poco más grande y más "ruda", le di un manotazo al tenedor y la espinaca cremosa fue a dar a su cresta, metiéndose entre los mechones de pelo tieso. Colgó de ahí como ropa secándose al sol. Dolores me soltó la trenza y me miró con sus ojos arrugados sin poder creer lo que había pasado. Yo había corrido hasta mi cuarto mientras ella gritaba:

-¡Pues muérete de hambre! ¡Aquí las cosas son de una manera!

Me quedé sin comer hasta que la tarde siguiente salí de mi cuarto a la mitad de una de sus pavorosas reuniones y me paré en el centro de la sala, balanceándome de un lado a otro.

-Abuelita... por favor... una galletita... -había lloriqueado. Quería hacerla quedar en ridículo frente a sus amigas urracas. Me tambaleé mientras avanzaba como una zombi hasta la mesita de café, mirando las galletas de mantequilla como si fueran un oasis en el desierto.

-¡Gala! ¡Déjanos en paz! ¡A tu cuarto! -gritó Dolores, furiosa y ruborizada.

-Hoy se cumplen los tres días sin comer, aprendí mi lección...

Yo veía de reojo las caras horrorizadas de sus amigas y Dolores comenzó a decirles que yo estaba loca, que apenas y llevaba unas horas sin comer, que... Me dejé caer al suelo como una damisela de película, tirando dos tazas de café que estaban en la mesita. Las urracas chillaron, pero Dolores sabía. Agarró mi trenza como si fuera la correa de un perro y me arrastró fuera de ahí.

¿Por qué no me dejaba enpaz y ya? Vivía para inspeccionar que comiera, que mi uniforme estuvieralimpio, que sacara buenas calificaciones. No sé si esa era su manera de demostrarcariño, pero si sí, definitivamente hablábamos idiomas diferentes. Mis papás sefueron y se acabaron los besos en los párpados antes de dormir, la música, lospaseos a los museos, las felicitaciones por mis avances en las clases depintura... Esas clases eran lo único bueno que quedaba en mi vida y Doloresamenazaba con arrebatármelas todo el tiempo y por cualquier razón. No cumplíasus amenazas porque no le habría quedado nada más con que controlarme.   

Ése día en el camión, mientras mi suéter azul se empapaba de sangre, no pensaba en el dolor ni en Dolores. Pensaba que esa tarde iría a la clase y todo estaría bien. Vería a Leonardo, que era mi único amigo en el universo y que algún día sería algo más. Lo sería todo. Bajé del camión y en vez de caminar hacia mi casa, caminé hasta la Mansión de los Leones. Eran apenas las tres y media y mi clase empezaba a las cinco, pero prefería sentarme entre los leones de piedra y esperar, que vérmelas con la abuela. La tarde estaba nublada y, si llovía, mi suéter, que era una bola de tela y sangre, no serviría para taparme. Comenzaría a chorrear gotas anaranjadas como si estuviera destiñéndome. Era mejor el frío. Metí los dedos por la reja y abrí la puerta como Leo me había enseñado. Bajé los escalones hasta el patio y me senté. Unos escalones más abajo estaba la entrada al gran salón donde Sicilia daba clase. No quise bajar e interrumpir algo. Puse la mochila en el piso, atrás de mí, y la usé de almohada mientras en el cielo, sobre mi cabeza, tronaba. 

CARBÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora