8. El Libro de los Secretos

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Esa noche no quise ver ninguna película. No lograba emerger del pantano de la vergüenza. Agarré el maldito brasier y lo azoté contra la pared, pero no hizo ningún ruido y eso me enfureció más. Entonces volví a regar mi ropa sucia por todas partes, agarré los libros que había recogido y los aventé mientras apretaba los dientes, porque no podía gritar. Odiaba no poder gritar, todo porque la Urraca Mayor me escucharía. Maldita urraca. A veces una necesita gritar hasta que las costillas exploten.

Oscureció y en vez de prender la luz me quedé a oscuras en medio de mi desastre. Afuera empezaba la hora pico y los cláxons chillaban su sinfonía de todas las tardes. Ojalá Leo se hubiera enojado también y se hubiera ido azotando la puerta.

-Aj- dije en voz alta.– Qué idiota eres.

Me levanté para ir frente al espejo del baño, arrastrando mi vergüenza como si fuera la cola de un dinosaurio. Ahí, con las luces apagadas y el resplandor amarillento del farol de afuera, mi cara se veía interesante y tenebrosa. Me puse de perfil y analicé mi pecho tratando de ser objetiva. Había algo ahí, sin duda, pero no era la gran cosa. Era tan injusto... como una lotería: en algún momento te empiezan a crecer pero no sabes hasta dónde llegarán y eso es angustiante. Además, duele. Y hay una etapa (yo ya la había pasado, por suerte) en donde sólo tienes dos canicas asomadas, y dan pena. Empiezas a compararte con las demás y siempre está la típica que ya usa brasier con varillas y con mucho orgullo y las demás que usamos "corpiños" (odio esa palabra) y no queremos quitarnos la sudadera. Por si fuera poco los hombres empiezan a tocarte la espalda para ver si ya usas brasier o no. Qué estupidez. Seguro las demás niñas tuvieron un momento especial con sus mamás o sus hermanas en el que fueron a alguna tienda bonita a comprar su primer brasier. Yo, claro, fui sola. Al súper. En fin. Confiaba en que tal vez crecerían un poco más, aunque para ese momento casi todas las niñas me llevaban ventaja.

Dejé de sacar el pecho y me desinflé. También había modelos y actrices famosas con pechos chicos. Leo se había ido tan tranquilito, sin discutir nada, y ahora mi ánimo había cambiado de color y era una nube que no se decidía a si llover o no. Volví a recoger la ropa y los cuadernos y al arreglar un poco mi escritorio encontré una libreta todavía envuelta en plástico. Me la había regalado Nicolás en mi cumpleaños número 12, meses antes del accidente. El ñoño de Nicolás. Esa había sido la última vez que nos habíamos visto. "Puedes escribir un diario", había dicho, seguro dictado por su mamá. Yo lo había aventado por ahí junto con todos los muñequitos, estampitas y cartitas que me daba el ñoño de Nicolás, y ahora salía de entre los escombros.

-Al fin un regalo tuyo me sirve de algo- dije en voz alta.

Nicolás era nieto de un hombre con el que mi abuela había estado casada. Era dos años más grande que yo, y un ñoño sin salvación. Es más: me acababa de enterar de que resultaba que era un genio y aunque apenas tenía 16 años, una universidad en Estados Unidos lo había invitado a estudiar allá con su carrera pagada porque "le veían mucha promesa". Dolores cacareaba esa frase dos veces al día, le contaba a todas sus urracas amigas y me lo restregaba en la cara cada que podía. Cuando éramos niños, nuestros abuelos nos habían dicho que éramos primos. Como si fuéramos idiotas y no supiéramos que los primos no aparecen de la nada.

El Dragón y el abuelo de Nicolás se separaron poco después de la muerte de mis papás. Ella decidió echarme la culpa, pues "ahora que debía hacerse cargo de una huérfana, tenía que sacrificar todo lo bueno de su vida". Como si yo hubiera elegido ser huérfana. La verdad es que ella estaba hecha una loca y el abuelo de Nicolás no soportó más tiempo (nunca entendí cómo la soportaba antes ni por qué). Pero convenía que yo tuviera la culpa de eso también. Nicolás se había creído que Dolores era su abuela y le mandaba copias de sus boletas, además de llamarle cada viernes a contarle sus maravillosas hazañas, y Dolores se había convencido de que Nicolás tenía sus genes y por eso era un genio. Así podía estar orgullosa de alguien: de otro modo le quedaba sólo una niña peleonera.

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