1. Los niños son crueles

169 8 0
                                    

-¡Galita la Huerfanita! ¡Galita la Huerfanita!

-¡Galita no tiene mamita!

Me alejé camino a la terminal. No corrí para que no creyeran que huía de ellos. Son inferiores y algún día van a pagarla, pensé, sigue caminando. Una bolsa llena de jugo de limón, chile y restos de chicharrones me golpeó la nuca, estalló y el líquido comenzó a chorrear dentro del cuello de mi camisa y por mi columna. Me quedé inmóvil unos segundos, viendo dentro de mi cabeza la cara que pondría mi abuela si yo volvía a llegar moreteada. Pero a veces una tiene que defenderse, pelear. Y nada más importa. Dejé caer la mochila y mis vértebras tronaron como si se prepararan para la batalla. Corrí hasta el grupo y tumbé a uno. No sabía si él había lanzado la bolsa ni me importaba; estaba harta de todos. Acabé de cuclillas sobre él, soltándole puñetazos en la cara mientras intentaba zafarse. Al final sus tres amigos se unieron, me jalaron de los brazos y aunque pateé al aire y alcancé a alguno, me detuvo un golpe seco en la nariz. Los huesos crujieron y la sangre comenzó a salir como si fuera un pozo petrolero recién descubierto. El prefecto disolvió la pelea y los chicos se desvanecieron como por arte de magia al ver que la sangre no paraba.

-¡Niña! ¿Otra vez? -preguntó el prefecto irritado, mientras me ayudaba a levantarme.

Yo había inclinado la cabeza hacia arriba para ver si paraba de sangrar, pero mis manos estaban empapadas y alrededor de mí parecía que hubieran matado a alguien.

-Tienes rota la nariz. Vamos a llamar a tus padres, alguien tiene que venir por ti y llevarte al hospital.

-¡No tengo padres! ¿Qué no oíste? -le grité con la voz humedecida por toda esa sangre. Me solté de su mano y salí corriendo, agarré mi mochila del suelo y llegué justo a tiempo para alcanzar mi camión. Al verme, el chofer quiso prohibirme la entrada.

-Vas a ensuciarme todo -argumentó.

Dejé caer la mochila, me quité el suéter y lo puse bajo mi nariz. La tela absorbería todo. El chofer hizo una mueca e indicó que me sentara. Encontré un lugar hasta atrás, donde más se sienten los topes y baches. Ya estaba oyendo los cacareos de Dolores. El nombre era perfecto para ella, que sólo representaba molestias para mí. Y yo para ella. En ese sentido, las dos debimos llamarnos igual, pero la obsesión de mis papás por Dalí los llevó a nombrarme Gala. El nombrecito tampoco me ayudaba mucho en la escuela, pero era mejor que llamarme igual que mi abuela, esa demente con la que el destino me había condenado y que más que ser una viejita de pelo blanco, de las que te cocinan tu comida favorita y te planchan el uniforme con una sonrisa en los labios, era como una tía malévola, bastante joven, además. 

Yo había perdido a mis padres, ella había perdido a su hijo y a su nuera, a la que por cierto odiaba, y me había heredado a mí, la huérfana de doce años que no entendía que los moretones y los ojos hinchados no eran femeninos. Los niños son crueles, ¿no dicen? Sí, muy crueles, y a veces una tiene que defenderse. Me defendí en tres escuelas privadas, me expulsaron de todas y mi abuela decidió enviarme a una pública "para que aprendas que no eres tan ruda como crees". Aprendí, más bien, que tenía que ser más ruda todavía. 

CARBÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora