12. La voz del carbón

38 5 1
                                    

Para considerarse tan maduro y sabio, Leonardo sí que era bueno para hacer berrinches. Me hizo la ley del hielo por días y cuando yo al fin entendí lo que quería decir con lo del hoyo negro, y le escribí un mensaje de texto, lo ignoró. Quizá se había ido al carajo, donde yo lo había mandado. No aguanté la distancia y al cuarto día acabé llamándole y él acabó contestándome con voz distraída, como si lo estuviera interrumpiendo a la mitad de algo muy importante.

-Necesito que des un paso atrás -dijo después de una enredada discusión–. Necesito que veas esto desde mi punto de vista, que me dejes actuar como creo que tengo que actuar.

No tuve alternativa: tuve que aceptar sus condiciones y comenzó un estúpido juego en el que los dos intentábamos seguir un montón de reglas que no quedaban claras. Parecía que el objetivo era vernos y hablarnos menos, poner una distancia entre los dos. Eso es lo que él decía necesitar, y yo dije que yo también, por orgullo. Cuando al fin hablábamos, intentando sonar muy serios y preguntarnos ¿Cómo estuvo tu día? ¿Qué tal el clima? Y ¿qué comiste hoy?, acabábamos riendo a carcajadas por alguna estupidez, o peleando hasta que uno de los dos colgaba el teléfono, furioso. En las clases a veces nos tocaba estar en una de nuestras "buenas" épocas, y entonces nos tratábamos muy profesionalmente. Si era un mal día, nos evitábamos las miradas y si necesitábamos comunicarnos, lo hacíamos por medio de señas gruñonas.

Después de tres semanas, me llamó al celular a medianoche y hablamos por tres horas. Unos días después nos encontramos "casualmente" en el trozo de pasto que pretendía ser un parque a pocos pasos de las casas de ambos. La ciudad estaba lejos de ser segura y no habría sido raro que fueran a depositar la cabeza decapitada del miembro de alguna banda de narcos a nuestro parque, pero cuando estábamos juntos era como si una coraza invisible nos protegiera: nada podía tocarnos.

-No te entiendo nada -le dije. Estábamos tendidos en el pasto uno al lado del otro, con los dedos rozando.

-Claro que me entiendes.

-De verdad que no. ¿De qué te sirvieron todas estas semanas? ¿Para qué extrañarnos tanto?

-No sé... tal vez nos gusta.

-A mí no -aseguré.

Querer gustarle a Leo me empujó a dar un brinco decisivo: los moretones y los ojos morados cesaron definitivamente y no sólo eso: ahora buscaba nuevos modos de peinarme y comencé a robarle a Dolores cosas de su estuche de maquillaje. No me arreglaba cuando ella podía verme, pues no quería que creyera que al fin me había convertido en "toda una señorita", como ella siempre había querido. ¿Qué era el amor, qué era la amistad, qué la noche, qué la luz? Leo y yo jugábamos con las palabras, yendo y viniendo del ser amigos a ser quién sabe qué, gritándonos furiosos para acabar abrazados sobre el pasto, con sus manos sobre mi estómago y mi cabeza en su pecho. Él era como una liga: se estiraba, alejándose, y luego, cuando la liga no aguantaba más, chocaba contra mí, a veces dulce y a veces violentamente. La electricidad flotaba a nuestro alrededor: yo sentía el calor escapándosele por las pupilas, por las yemas las dedos, tocándonos apenas, mirándonos mucho, sin besos, sin ser.

-Dime la verdad y ya. Quieres... besar a alguien, tocar a alguien y todo lo demás. Y crees que vas a traumarme, ¿o no? Que soy muy niña. ¿O no?

-¿Crees que esto se trata de sexo? -soltó esa palabra así, sin pensársela-, estoy hablando de almas gemelas, Gala.

-¿Tú crees que soy tu alma gemela?

-Lo sé.

-¿Y eso no significa que debemos estar juntos? ¿De todas las maneras?

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Mar 15, 2017 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

CARBÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora