6. Pintar vasijas

23 5 0
                                    

-Ven- dijo Leo, y me sacó del salón de la cúpula para llevarme de vuelta a la cocina.

-¿Estás bien?- preguntó sin soltarme. Asentí, aunque no estaba muy segura de cómo estaba.

-¿Qué... qué pasó?- tartamudeé.

-Pasó... que usaste tus emociones reales. Y pintaste algo increíble. Pasó que...

-Te perdiste, niña- completó la voz de Sicilia. Le indicó a Leo volver al salón grande, quizá calmar a los demás estudiantes. Él me miró y levantó las cejas preguntando si estaba bien que me dejara a solas con ella. Asentí.

-Tienes que tener cuidado, niña- continuó Sicilia, -con ese demonio que tienes adentro.

-¿Tengo un demonio?- grité.

-Todos tenemos uno- dijo, conciliadora. Quiso acercarse pero retrocedí.

-¿Eso es malo?

-Sólo es.

-¿Y ahora?- pregunté, intentando recordar qué había pasado frente al lienzo en blanco.

-Ten cuidado, nada más. Sé tú la que lo usa a él, la que tiene el pincel por el mango, y no al revés.

No entendí nada. ¿Un demonio? Un demonio fue el que mató a mis padres. Los chicos de la escuela, ésos eran demonios. Yo no.

-¿Qué te pasó en la nariz? La traes como una melanzana.

-Nada... no me pasa nada.

-Sabes que puedes contarme lo que sea y que voy a ayudarte, ¿no?

-Claro- dije. Mientras, mis dedos cosquilleaban como si estuvieran dormidos. Ojalá alguien me hubiera grabado mientras pintaba. Todos sabían algo que yo ignoraba.

-¿Quieres que le diga algo a tu abuela? Sé que es una persona... difícil, pero quizá me escuche- sugirió Sicilia, la ingenua Sicilia.

-¡No!- grité como si tuviera que detenerla en ese mismo instante, -no, gracias.

El dolor en el centro de mi cara comenzó a latir.

-Cuídate- insistió, y habría jurado que lloraba. Después me ofreció la mano. -¿Quieres ver lo que pintaste?

Sí, tenía que ver eso que había impresionado a todos y que, según Leo, era increíble. Bajé tomada de la mano de Sicilia y los demás me miraron de reojo. Llegué frente a ese lienzo enorme y me convertí en un maniquí pasmado. Imposible que yo hubiera hecho eso: el cuadro era una noche espesa, salpicada de sangre y ojos por todos lados, con una luna triste oculta entre dos montañas. No, eran dos bultos de tierra grandes como montañas y llenos de huesos. Las figuras eran raras, no estaban bien trazadas y los colores estaban todos mal: la noche era café, la luna triste era azul, los huesos eran de todos los colores.

-Es increíble- repitió Leo, que se había acercado sin que me diera cuenta, -muy increíble.

Sicilia tomó el lienzo y se lo llevó un piso abajo, a la bodega. Yo quería seguirlo viendo, que Leo me explicara qué tenía de increíble esa masa de colores. ¿Por qué se lo llevaban? Algo tenía que ver con el demonio. Pasaron un par de minutos en los que las miradas, respiraciones y pensamientos de todos estaban concentrados en mí. Si no sabías de quién eran los huesos ni porqué la luna estaba triste, el cuadro sólo era raro y feo. Sicilia volvió con un lienzo de tamaño normal, nuevo, y lo puso en mi caballete.

-Degas- gruñó. Abrió uno de sus libros y eligió una pintura. La señaló como si quisiera atravesar la página con su dedo flaco y eternamente manchado. Yo no quería pintar más; necesitaba una siesta como de cuatro horas. Pero ella no se fue hasta que me vio tomar los colores y comenzar. Después jaló a Leo escaleras arriba y desaparecieron.

CARBÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora