Vito

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Corría por el campo como tantas otras veces en su vida, amaba sentir el viento revolviéndole el pelo y la hierba bajo sus pies descalzos. Reía al aire y en sus ojos verdeazulados había una chispa de brillo. Así solía ser él, le gustaba realizar todo tipo de actividades que impulsaran ese sentimiento de felicidad, lejos de la pobreza y las preocupaciones.

Dejó el ganado pastando en el vallado más alejado de su casa, y aunque sabía que era arriesgado dejarlo sin vigilancia no iba a rechazar la idea de sentirse así de contento por unos minutos. Había sido una semana dura, trabajando de sol a sol como nunca antes y Vito no podía concentrarse. Esta era su estación favorita del año, vivir en el norte de la península era difícil para aquellos que debían pasar todo el día en el campo, y eso que él era uno de los afortunados que se permitía un ganado y escasos ahorros.

Llegó al borde de la aldea y tras un momento de duda se desvió hacia su casa. Entró a toda prisa por la puerta, cogió el cubo de metal al lado de esta y salió a la fuente que había tras la casa. Llenó el recipiente y se permitió observar su reflejo durante un segundo. Su piel morena presentaba gotas de sudor en la frente, sus ojos verdeazulados aún conservaban la chispa de la carrera y su pelo negro estaba completamente desordenado. Se sonrió a sí mismo, se lavó la cara y echó a correr de nuevo dejando el cubo medio lleno allí.

Cruzó las callejuelas de la aldea a toda prisa hasta llegar a casa del herrero, entró por el portón del taller y agarró su bata de trabajo, se la colocó y empezó a trabajar con ilusión.

-Vaya chico, llegas tarde y jadeando, pero siempre golpeas el hierro con ímpetu inquebrantable. -contempló el herrero saliendo por una puerta lateral, era un hombre corpulento, calvo y con bigote oscuro.

-Si haces algo, hazlo bien. -el muchacho se encogió de hombros aún sonriente.

Ya había agarrado una pieza de hierro caliente y había comenzado a darle forma de herradura con el martillo.

-Señor Grimaldi, -llamó Vito al herrero- ¿le puedo contar una idea que se me ocurrió?

El señor Grimaldi asintió sonriente, le encantaba oír las ocurrencias del joven muchacho. Le había contratado hacía un tiempo, él estaba solo, en una casa mucho mayor de lo que un chico de su edad podía sustentar. Pero con el paso de los días había cogido cariño a ese hombrecito risueño en cuyos ojos siempre brillaba la ilusión.

-Estaba pensando, si... En vez de aporrear el hierro creáramos una serie de molinos que hicieran el trabajo de todos nosotros a la vez. ¿Qué le parece? -preguntó finalmente mirando expectante al fornido hombre.

-Chico, -comenzó el herrero muy serio- una de esas vacas tuyas ha debido pegarte una coz con demasiada fuerza. -declaró echándose a reír.

El joven procedió a continuar con su trabajo.

-No, señor Grimaldi, hablo muy en serio, ¡nos haríamos ricos! Usted no tendría que trabajar nunca más, y yo podría quedarme con una pequeña parte para buscar otro trabajo y viajar a la ciudad. -continuó explicando.

-No, no, chico, eso son tonterías -negó el herrero a punto de ahogarse a causa de sus carcajadas-. No digas esas cosas muchacho, te pueden quemar en la hoguera por culpa de un desliz tuyo.

-Lo sé. -dijo Vito solamente concentrándose en su trabajo.

El herrero pensó en lo mucho que se parecía a su padre, él también era ingenioso y curioso, le encantaban las historias, además de tener la suerte de poder mezclarse con la aristocracia de la aldea. La familia vivía a las afueras y poseía bastante dinero, el padre de Vito era buen comerciante y con eso le daba para alimentar a sus dos hijos y a su mujer. Eran sin duda tiempos de esplendor para el muchacho. El chico siempre fue conocido en el pueblo por su constante bondad y optimismo, incluso tras la muerte de sus padres no se dio por vencido.

Cartas al LagoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora