Libro primero - Agosto (2)

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(Inspector Frederick G. Abberline)

Después de ingerir algo en una cafetería cercana a la comisaría, Carnahan y yo nos dirigimos en una calesa hacia White Street, lugar donde estaba situado el inmueble de del señor Makarov. Aquel edificio se parecía mucho a los que le rodeaban. Era sucio, destartalado y se encontraba ocupado por prostitutas, mendigos, asesinos que no querían ser encontrados... En fin, gente de mala catadura. 

Ya estaba acostumbrado a sitios así, por lo que, antes de salir, el sargento Carnahan y yo nos armamos cuidadosamente. Yo llevaba mi revólver de cañón corto en una sobaquera de cuero oculta bajo mi gabardina, mientras que mi acompañante se había colocado solamente un revólver de cañón normal en la parte de detrás de su cinturón. En East End, repito, aquello era normal. Había mucho loco suelto y demasiado rencor y odio hacia la Policía, aunque he de decir que en mis años de inspector había logrado ganarme algunos peligrosos enemigos que todavía me andan buscando... Además, en honor a la verdad debo concretar que no era muy buen tirador, pero solo tocar la fría y metálica superficie de un arma corta me tranquilizaba en momentos de tensión. 

El señor Makarov nos esperaba en la puerta del edificio 24. El sargento y yo bajamos de la calesa y fuimos derechos a su encuentro. Con una desagradable mueca que intentaba ser una sonrisa casi sin dientes, el ruso nos condujo hacia el interior del edificio. 

-¿Dónde vive el doctor Ostrog? -pregunté interesado. 

Makarov apartó sin miramientos y con uno de sus pies a un borracho que yacía en medio del portal de paredes desconchadas. El pobre diablo soltó un fuerte ronquido. 

-Arriba, en el ático, inspector -me señaló con la palma de su mano diestra, apuntando en la dirección correcta. 

-¿Está en casa? -pregunté otra vez. 

Él se encogió de hombros. 

-No lo sé, señor inspector - masculló entre dientes. 

Subimos por la destartalada escalera, a la que le faltaban varios peldaños de madera. El suelo crujía bajo nuestros pies, y temí que de un momento a otro se desplomase y cayésemos los tres al vacío. Pero como Makarov caminaba tranquilamente, me dio un poco de seguridad. 

El inmueble tenía tres plantas más el ático. En cada una de ellas había dos viviendas, pero parecía que cada una estaba ocupada por un millón de personas. Esto me hizo suponer que Makarov no alquilaba solo las viviendas, sino también las habitaciones como colmenas humanas. 

Continuamos nuestra ascensión por las fétidas plantas, entre siniestros crujidos de madera vieja, por donde pululaban libremente las ratas, los niños harapientos y los borrachos. El hedor a orines se hacía insoportable por momentos. 

Por fin llegamos al maldito ático. Había dos pisos, uno era de Ostrog, según nos señaló Makarov, y el otro estaba ocupado por una familia polaca. Nuestro guía se acercó a la vivienda cerrada de Ostrog y nosotros con él. 

Llamó enérgicamente a la puerta con unos nudillos cubiertos de pelo negro. 

-¡Ostrog! -bramó colérico-. ¡Abre la puerta, matasanos! ¡He venido con la Policía a desalojarte si no me pagas el alquiler! ¡Ostrog...! -el gordo aporreó la puerta con una furia mal contenida algunas veces más y blasfemó todo lo que pudo, pero la puerta permaneció cerrada. 

-Déjeme a mí -le hablé al ruso. Me coloqué ante la puerta y la golpeé con los nudillos-. ¿Doctor Michael Ostrog? ¡Soy el inspector Frederick Abberline! ¡Abra la puerta! -grité con voz autoritaria-. ¡Solo quiero hablar con usted! 

Entre las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora