8
(Inspector Frederick G. Abberline)
El depósito de cadáveres no era más que un edificio con cuatro habitaciones para casos de urgencia. Allí había una oficina y un sótano repugnante -donde reinaban las moscas y el hedor de la carne descompuesta-, que se suponía que era la morgue. Estaba situado en pleno centro de Old Montague Street. Asfixiante en verano y helado en invierno. Era una verdadera mierda, pero el único que había en East End.
Cuando el doctor, el sargento, el inspector jefe Swanson y yo nos apeamos del coche que Lancaster había conducido desde la comisaría, descendimos por las escaleras de piedra que llevaban al sótano. Entramos, y el inspector jefe y el doctor saludaron a algunos conocidos.
Bajamos por una gran escalera hacia el sótano. En ellas nos topamos con un hombrecillo enérgico, tan pálido que se diría albino, de pelo y bigotillo canosos. Era el señor Robert Mann, supervisor del depósito, un tipo que no me hacía mucha gracia, al igual que al doctor. El susodicho personaje venía protestando a voz en grito y profiriendo arcadas. Al tropezarse con nosotros, nos miró sin disimular su ira.
¡Doctor Phillips! ¡Inspector Swanson! -gruñó encolerizado nada más verlos-. Si llego a saber que iban a trasladar esa abominación aquí...
¿Tan horrible es? -preguntó Phillips gélidamente-. Creía que usted era forense, Mann... Debería estar acostumbrado a estas cosas. Yo las veo a diario y no me quejo.
El aludido torció el gesto.
¡Maldita sea, doctor! ¡Es asqueroso! ¡En todos mis años...! -Bagster Phillips siguió bajando la escalera, ignorando las quejas del supervisor del pútrido depósito.
De ahora en adelante, doctor Mann, estoy al cargo de este caso.
¡Por mí, quédeselo! -escupió Mann-. ¡Jefe Swanson! -bramó-. ¿Es que ya no hay cordura en el Departamento de Investigación Criminal?
A mí no me hable, Mann -Swanson se encogió de hombros-. En los casos en los que aparece algo interesante para Phillips, yo dejo de ser el que lleva las riendas de todo.
“¡Buen golpe!”, pensé complacido.
El supervisor lanzó un prolongado suspiro y elevó la vista al cielo. Si ya era difícil discutir con Phillips, lo mejor era ni probar con Swanson.
Así las cosas, el doctor Phillips nos condujo hasta la morgue. Era una gran habitación subterránea, de paredes de ladrillo visto, que parecía tener una permanente plaga de moscas en su interior. A ambos lados de la sala se situaban dos hileras de camillas, algunas ocupadas por pálidos cuerpos sin vida. Mann nos siguió soltando continuos improperios, aunque ahora por lo bajo.
Varios forenses abrían en esos momentos el cadáver de un viejo. Lo hacían con evidentes muestras de repugnancia en sus contraídos rostros.
“Si les da asco, mejor que no se dediquen a esta profesión”, le había oído decir al doctor Phillips en una ocasión. Y tenía razón.
Después de que Phillips se pusiese una bata blanca, que le llevaba en su inseparable maletín de cirujano, Mann nos dirigió hacia una de las camillas más apartadas del depósito. En ella descansaba el cuerpo cubierto por una sábana manchada de sangre. Vimos como dos hombres jóvenes vomitaban a su lado. Uno de ellos, con los ojos desorbitados, exclamó:
¡Por favor, señor Mann! ¡No nos obligue a verlo otra vez...! -convulsionó en el suelo, preso de nuevas arcadas. El hedor se hacía insoportable.
A una enérgica orden de Mann, los dos hombres se retiraron. Siguieron vomitando por toda la morgue.
Phillips se acercó a la camilla y destapó el cadáver. El obeso rostro de la mujer asesinada aquella mañana nos fue mostrado, el cual hizo gala de su palidez mortal.
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Entre las Sombras
HororEsta historia es del autor español Enrique Hernández-Montaño. Cada palabra está escrita en base al libro. "Londres, 1888. Jack el Destripador deja un sendero de sangre en las adoquinadas calles de la cuidad del Támesis. El inspector Abberline sigue...