Libro primero - Agosto (9)

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9

(Nathan Grey)

Llevaba toda la tarde observando a aquellos hijos de mala madre, que entraban y salían de un tugurio que hacía las veces de taberna y prostíbulo. Ese local era su guarida.

Se había hecho de noche y yo había perdido la noción del tiempo. Llovía torrencialmente.

Todos los McGinty estaban reunidos en el tugurio, el jefe de la banda incluido. Los veía moverse a través de las sucias ventanas de la taberna. Aunque me constaba que todos los McGinty se encontraban allí, solo veía a cuatro hombres en la taberna, lo que me hizo suponer que había forzosamente un sótano.

Esperé a que el último mendigo abandonó la calle, para incorporarme del suelo donde había permanecido sentado desde hacía cuatro horas. Debía estirar las piernas y activar la circulación sanguínea. La lluvia había estado calándome desde que abandoné a las chicas, pero las armas se hallaban secas, al igual que las municiones.

Me encaminé resuelto hacia el local y me detuve a varias yardas* delante de él. Oía las estruendosas risas de aquellos cabrones en su interior.

Es extraño, pero haber llevado una vida en constante alerta había agudizado mis sentidos. Veía y oía a más distancia a la que podía ver y oír una persona normal. Después de todo, eso era una clara ventaja y Dios –o el diablo- me había bendecido con ello.

Me situé en el centro estratégico de la desolada calle e hinqué una rodilla en el suelo. Después me eché el rifle a la cara, apunté hacia una de las ventanas y esperé con felina paciencia.

Mi sombrero chorreaba agua por todas sus alas y mi gabardina, empapada, pesaba mucho, pero me mantuve en mi posición aguardando y mascando mi odio.

Uno de los cabrones de la taberna pasó junto a una de las ventanas.

Apunté cuidadosamente hacia la pared derecha de ésta y me imaginé la trayectoria del hijo de puta. Exhalé una bocanada de aire, que se convirtió en vapor cuando entró en contacto con el ambiente gélido, y disparé encomendándome a Dios en mi contundente acción.

El proyectil surcó el aire y fue seguido por una nube de humo y un estruendo que resonó en toda la calle. Como había calculado, chocó contra la pared de madera de la taberna y la atravesó. Por la exclamación de sorpresa de los ocupantes, deduje que había acertado. Antes de que alguno diese la alarma, amartillé la escopeta de nuevo y disparé el segundo proyectil contra otro hombre que pasaba cerca de la ventana. Le di de lleno en la cabeza y le destrocé el cerebro, después de que el proyectil rompiera la ventana. Ahora sí, los hombres dieron la alarma.

Abrí la escopeta y le introduje dos cartuchos más. La cerré con un siniestro chasquido y amartillé el primer proyectil.

Andando con tranquilidad, me acerqué a la puerta del tugurio. Esta se abrió de un portazo, y un hombre armado con un revólver me recibió con actitud agresiva en el umbral. No esperé a que me apuntase. Me eché el rifle a la cara y le disparé en el torso. El hombre cayó al suelo como un fardo. Entré en el local.

Era espacioso, de una sola planta excepto el sótano, al que se accedía por una destartalada escalera al fondo de la taberna. Había una barra con varios barriles y dos hombres muertos a su lado.

Nada más entrar, un gilipollas me atacó con un cuchillo de carnicero desde la puerta. Paré el golpe con el cañón del rifle y le propiné un sonoro golpe en la mandíbula con la culata de la escopeta. Una vez en el suelo, le disparé a bocajarro en la espalda. Tiré la escopeta al suelo y descolgué el Winchester 44 de mi hombro. Lo amartillé al instante.

Un hombre salió detrás de la barra, apuntándome con una recortada. Le descargué a bocajarro con el Winchester 44 y el hijo de puta cayó al suelo, ya que lo alcancé de lleno en el pecho. Tres hombres más subieron presurosos por la escalera del sótano y los tres recibieron letales impactos en el torso.

Entre las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora