Capítulo 11 -penúltimo-

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Poncho estaba sentado en un sofá blanco pensando que había esperado demasiado tiempo para ir ahí, que había dejado pasar demasiado tiempo…

Porque eso le había resultado más fácil.

—Toma —Renee Herrera dejó un vaso de limonada delante de él y después se sentó en un sillón a juego al otro lado de la mesa de café de cristal y cromo—. Los niños llegarán enseguida. Están en casa de Jeannie, nuestra vecina, nadando en su piscina —se rió—. Les da igual lo bonita que es la nuestra, la de la casa de al lado les parece más divertida.

—¿Cómo están los niños?

Renee miró por la ventana hacia la casa blanca de estilo colonial.

—Están bien. Cuanto más tiempo pasa se hace más fácil y más difícil a la vez, si es que eso tiene algún sentido.

Poncho le dio un sorbo a la limonada, no porque tuviera sed, sino por tener algo que hacer. En los tres años que siguieron a la muerte de su hermano había intentado no mantener esas conversaciones con su cuñada. Le había enviado cheques, tarjetas de felicitación por sus cumpleaños, regalos de Navidad, pero él no había estado con ellos, no más de lo necesario. No era que no quisiera o no se preocupara por la viuda y los hijos de Oscar, sino que era demasiado doloroso verlos y evitarlo resultaba más sencillo para todos.

—¿En qué sentido se vuelve más fácil? —le preguntó a Renee, porque quería conocer la respuesta, ya que él no la había descubierto en esos tres años.
Ella suspiró.

—Los niños se acostumbran a no tenerlo aquí. Siguen adelante. Cuando pasa un tiempo llegas a un punto en el que dejas de pensar en ello cada cinco minutos. Después se hace más difícil porque cuando dejas de hacerlo y te das cuenta de que se ha ido… —respiró hondo—. Vuelve a doler mucho otra vez.

Poncho se sintió culpable al ver tanto dolor reflejado en su rostro.

—Lo siento, Renee —dijo pensando que nunca pronunciaría esas palabras demasiadas veces—. Lo siento mucho.

Una triste sonrisa curvó los labios de la joven.

—Poncho, no tienes que…

—Debería haber estado allí ese día —se levantó y se puso frente a la ventana  por la que Renee había estado mirando hacía un momento. Podía ver la esquina de la piscina de los vecinos, pero no a sus sobrinos. A través del cristal, sin embargo, sí que podía oír sus gritos de alegría y saber que estaban bien. Se sintió agradecido por ello—. Si no me hubiera marchado, se habría cuidado, habría tomado su medicación…

—Poncho, era adulto. Él tomaba sus propias decisiones.

—Era yo el que se suponía que tenía que cuidar de él. Se lo prometí a mis padres. Prometí… —se le quebró la voz con esas últimas palabras y se agarró al marco de la ventana.

—No fue culpa tuya, Poncho.

Poncho sacudió la cabeza. Él sabía la verdad. Oscar había sido su  responsabilidad y por muy inteligente que fuera su hermano, no lo había sido en lo que concernía a su salud.

—Me dijo que no me preocupara, que se tomaría la medicación. Pero debería haber sabido que no lo haría. Siempre se le olvidaba y como yo no estaba allí…

—No podías estar vigilándolo cada minuto del día. Era adulto. Ni siquiera… — se detuvo ahí y Poncho pudo oír el eco del mismo lamento que invadía su pecho—. Ni siquiera me lo contó nunca.

Poncho se giró hacia su cuñada y le puso una mano en el brazo.

—No quería preocuparte.

Una agridulce sonrisa curvó los labios de Renee.

Embarazo en Las Vegas (terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora